Para
Iván, por sus ojos almendrados.
Los perfumes exhalaban sus
aromas en vahídos vaporosos que llegaban a cada extremo de la sala, el baño
parecía una enorme cama, húmeda y ardiente. Los pies llegaron desnudos, como
siempre, palpitando en el mármol negro, la túnica de seda chasqueó al separarse
de la carne y cayó pesada, el agua negra se abrió y vi deslizarse su cuerpo
como una estela. Nadaba sin ruidos, algo que la molestaba siempre, y muy
despacio, para alargar los segundos, para convertirlos en infinitos. Miles de
veces había contemplado aquella escena, había sentido miles de deseos hacia
ella, pero el contacto no era posible, yo no estaba destinado a eso, sólo a
verla, escondido como una rata, animal de mi última reencarnación y del que
aprendí a deslizarme por los pasillos como el humo. A pesar de lo que se pueda
creer, mi vida de rata no fue penosa, ni siquiera sabiendo que antes había sido
un príncipe. Conocí cosas y seres increíbles, y a ella. Por eso, cuando de
nuevo vivo, era otra vez hombre, me apresuré a buscarla, abandonando a la
familia en la que había nacido y entré a su servicio, no con pocos esfuerzos,
debido a que no había cumplido los ocho años aún. Este tiempo no la había
envejecido, la había hecho, si era posible, más perfecta.
Cuatro
meses habían pasado desde nuestro reencuentro y ya conocía donde estaba cada
momento del día. En una persecución implacable, la miraba día y noche, cuando
el sueño me rendía, me tumbaba en el mármol recubierto de piel, detrás de una
cortina. Por la mañana me despertaban los ajetreos de las criadas, y empezaba
de nuevo.
La mujer
había contemplado los grandes ojos castaños del niño cuando pidió trabajar en la casa y no había podido
resistirse a su encanto. Era un pequeño extraño, siempre deambulando por las habitaciones sin que lo sintiera. A veces le parecía un espíritu que podía atravesar
las paredes, alguna vez pensó que sería la reencarnación de algún amante que
intentaba vengarse y ese pensamiento le hizo más valioso a sus ojos. Miró desde
la piscina hacia el cortinaje que se había ondulado de forma imprevisible.
Sonrió, era él, de nuevo, sin haberlo sentido, allí estaba. Se sintió hermosa,
fuerte, increíblemente hermosa, increíblemente fuerte, se deslizó por el agua
oscura soñando en otro tiempo.
Había
mirado hacia donde yo estaba y desplegó su peculiar sonrisa, mitad complicidad,
mitad misterio, algún descuido sin duda, salí corriendo y por los pasillos
tropecé con una sierva que llevaba el té, chilló, cayó la bandeja y se
desparramaron los pastelitos, la muchacha me tiró la taza y la tetera pero no
logró darme, ya había desparecido.
Salió del
agua con facilidad, su cuerpo liviano la obedecía mansamente. Volvió a notar la
presencia del niño, ese pequeño extraño, ambos tenían muchas soledades que
compartir. Nunca lo había visto jugar con los hijos de las criadas, ni con los
animales de su casa, ni había roto cojines o porcelanas. Siempre escondido o
ahí, enfrente, con esos inmensos ojos, mirando, mirando. Alguna vez le recordó
a Ahmed, pero no, era imposible que hubiera vuelto en él, Ahmed era incapaz de
tanta quietud. Podrían ser muchos, había intentado a veces recordar a todos los
que habían pasado por sus habitaciones y no podía. Muchas veces era sólo un
recuerdo, una sombra en el cuarto, la impresión de una mano fría, un beso, los
recuerdos no tenían cara ni nombre, eran páginas a medio dibujar en su memoria,
allí estaban, indelebles un segundo y desaparecidas al siguiente. Se había
sentado tantas veces en la mecedora de su cuarto recordando a esos hombres y ya
apenas los diferenciaba unos de otros.
Ahora había
conocido la soledad. Aunque vinieran a veces aquellos días de locura en los que
se sentía fuerte como un león, ahora su cuerpo marchaba despacio, caminaba
adormecida, se tumbaba al sol tibio de la tarde y se bañaba dulcemente en el
agua de mármol negro. Soledad y silencio, sosiego.
Algunos
días se levantaba henchida de fuerza, titánica, y se arrancaba a golpes toda la
languidez de semanas anteriores, luchaba y luchaba contra ella, a veces,
ferozmente, hasta que se dejaba vencer al final de la noche cuando el cuerpo de
bronce había desaparecido en la penumbra, dejando el vacío vibrante.
Los hombres
de aquellos días no se parecían a los del pasado, Ahmed, Ben, Hayle, Sem… todos
habían sido especiales, hermosos, divertidos. Habían perpetuado su recuerdo en
la casa antes de marchar, y a veces los veía por los pasillos interminables,
entre niebla y sol, sonriendo, intentando llevarla en volandas. También había
otros hombres… con la mirada de odio y amor al mismo tiempo, llenos de una
pasión fatigosa y extenuante, a éstos los había amado aún más y siempre había
tenido que apartarlos violentamente de su lado, los hombres malignos, delgados,
de pelo negro, pero que hermosos cuando lloraban en su túnica o maldecían o
amenazaban o habían daño, que bellos entonces.
Acarició la
cabeza del niño sentado a sus pies. No hacía falta hablarle, con sus grandes ojos, pendientes de su
rostro, casi sin parpadear, parecía comprenderlo todo, saberlo todo.
-Vete
ahora.
El niño se
levantó y se marchó corriendo. Por el pasillo saltaba de alegría y se reía con
fuerza, daba vueltas, cogiendo los pliegues del vestido rojo, demasiado ancho
para él.
El hombre
apareció una mañana en la puerta de entrada. Llevaba una ropa ligera, chaqueta
deportiva y un pañuelo en el cuello. Su coche quedó aparcado un poco atrás,
bajo los ramajes, era un coche nuevo, de color blanco, tapizado en negro,
parecía adecuado para él. La mujer lo vio desde una ventana, no comprendió su
significado enseguida, le costaba recordar, su cara aparecía somnolienta
como casi siempre, y él era tan joven.
Un criado le había abierto el portón para entrar, cerró el coche y caminó hasta
la casa, resonando sus zapatos en la gravilla. Por el pequeño sendero miró
hacia los jardines y sólo un punto en sus ojos pareció demostrar asombro, los
jardines estaban en estado salvaje, los árboles eran gigantescos, enormes
troncos clavados en la tierra y las ramas se entrecruzaban de tal modo que
apenas dejaban pasar la luz del sol, había caminos pero era imposible seguirlos
con la vista, parecían una invitación muda. Su tío había escrito jardín, era
realmente extraño llamar jardín a aquello.
Le hicieron pasar a un salón, se sentó y
contempló la estancia que estaba a media luz, los muebles parecían tener cientos
de años, destacaban muchos detalles orientales pero la sensación que
transmitían no era liviana, era de solidez, de pesadez, como si dormitaran en
una siesta eterna.
De pronto
se encontró frente a un niño como de ocho años, vestido de una forma extraña
que le miraba. Le sonrió divertido y confuso.
-¿Quién
eres tú?
La mirada
de almendra y miel fue la única respuesta.
-¿Eres su
hijo?
Negó con la
cabeza y se marchó corriendo.
Este joven
podría ser la solución, alegre, despreocupado, dulce, sería una solución, Vio
llegar a la muchacha de nuevo, ésta le dirigió a otra sala. Tuvo que quedarse detrás
de la puerta y sólo escuchó retazos de la conversación. Dezhna hablaba.
-¿Su
tío?... No comprendo. ¿Me conocía?... No lo sabía, lo siento… ¿El le habló de este
lugar? ...lo dejó escrito, ya... ¿No saben por qué se…?... Claro… No importa…, no se preocupe por no haber avisado, claro, sí puede quedarse. Quédese.
El muchacho
pertenecía ya a otro tiempo, fuera las cosas cambiaban y la gente era
diferente, tan distintos que podían pasar por otra raza animal. El se había
quedado asombrado ante la mujer, petrificado, sintió que se encontraba en el
cuerpo de su tío treinta años atrás, sintió que todo le era familiar, sintió
que era su tío.
La mujer
también sintió el asombro y los recuerdos, alguien lejano, pero no leve o
desfigurado por el tiempo, sino un hombre completo, hasta sus detalles más
escondidos, hasta los repliegues del cerebro de aquel hombre, cada uno de sus
dedos, sus cejas, su pelo, visto desde todos los ángulos, su boca, su mirada,
cada manchita de sus iris. Era uno de sus hombres terribles.
Extenuada
por el esfuerzo de recordar, se dejó caer en la mecedora cubierta de cojines,
¡Cómo le dolían los recuerdos! Los que traen tiempos que se perdieron, que no
se pueden aprisionar entre los brazos, y sin embargo, que se ven casi, tan
vivos como entonces. El dolor es insoportable ahora.
El niño
había vuelto, le acarició el pelo con ternura y buscó la fuerza para comenzar
de nuevo, comenzar a tejer recuerdos futuros, recuerdos para otros tiempos.
Beril apareció
una mañana de sol, esa mañana Dezhna había recordado a su tío, pero no le dijo
nada sobre sus recuerdos. El muchacho no comprendería y él había venido para
comprender. Intentó en los siguientes días que se marchara, pero sin rudeza, con
la misma laxitud de siempre. El muchacho hacía aparecer la parte de su cerebro
que pensaba, los otros no. Si había conseguido la paz era desterrando pensar,
sin pensar, los recuerdos aún podían ser agradables, las imágenes entrecortadas
sabían a dulce y a sol, los instantes que volvían por unos segundos sólo cosquilleaban,
haciendo una vaga sonrisa en su cara. Pero los recuerdos perennes, los rojos,
negros y dorados, los que eran completos, de los que uno no podía huir si los
encontraba, los recuerdos de pasiones, que seguían viviendo en lugares secretos
de su cerebro, a la espera de aguijonear, de saltar sangre, de estallar en su
cuerpo, los recuerdos terribles de pensar porque necesitaban de la mente para
vivir, sabían a agonía. Dezhna comprendió que la paz había sido una mentira.
Yo le había
abierto la puerta, puede que quisiera, de algún modo, que ocurriera, que el
vaho que flotaba en la habitación del tío penetrara en el muchacho, que
asumiera su vida anterior, aún cuando esa vida sólo le hubiera sido transmitida a través de la sangre. Le abrí la puerta de
aquella habitación, cerrada hasta entonces, para volver a recorrer, entrando en
el aire verdoso, el polvo de los muebles con la mano, le abrí la puerta para
que fuese su habitación, para que se incorporara adonde debía pertenecer y no
me equivoqué, porque cuando bajó a cenar, su aspecto había cambiado como en una
gran oscilación de un péndulo. Se había vestido con ropas orientales de seda
blanca, guardada en los armarios, y también, como solía hacer su tío, había
pasado por su cabellos cremas con perfumes extraños que había comprado en los
bazares y zocos treinta años atrás. Sus manos de deportista, algo
cortas, se habían alargado, y destacaban, morenas, entre los pliegues de las
mangas. Hasta su voz había recobrado los registros sibilantes y se ondulaba en
palabras que nunca antes había pronunciado.
Beril no
parecía extrañado ni confuso, o se comportaba como si todo fuera un juego o
había olvidado todo lo anterior.
Una de
aquellas noches conoció la habitación de las cortinillas de seda y gasa, y de
nuevo se sintió en su lugar, plenamente, como una esmeralda en su engarce. Así
pasaron unos largos días. Entre los cortinajes, de vez en cuando, una carita
aparecía, sonriendo sus ojos de miel y almendra.
Dezhna
había vuelto a pensar. Poseía una mente que había vivido con ella tres mil años
y la temía. Su mente era a veces superior a su persona, casi a sus mandatos,
pretendía una vida separada. Su memoria, que había grabado también esos tres
mil años, era, quizás, el único asidero para no perderse en grandes
elucubraciones, la memoria aún podía vencer a los complicados procesos mentales
que pugnaban por comenzar, la memoria y las sensaciones… el muchacho. Volvió a
pensar.
El
muchacho, continuar con él supondría un cambio, comenzar con un nuevo hombre
terrible era volver atrás, y él lo era, se convertiría en uno de los peores, ya
había visto en sus ojos la mirada oscura. No debió dejar que se quedara, si se
hubiera marchado, nunca habría descubierto el instinto. Los hombres no habían
cambiado, seguían naciendo, bajo máscaras de modernidad, bajo ropas fingidas,
alentaban seres que podrían superar a sus predecesores porque toda la fuerza de
la vida, que les había transmitido la dama negra, estaba oculta. El beso de
lava y escarcha no había dejado marcas en su frente, pero oculto en algún
repliegue de su cerebro o de sus vísceras podía renacer como un alarido si
entraban en la circunstancia oportuna, y eso había hecho ella con Beril.
Volvía a
pensar, quizás no podría reprimirla mucho más tiempo.
El niño apareció tras una puerta.
Corrí hacia
ella y la abracé, y bailamos por la sala. Mis recuerdos de otras vidas
desaparecían, mis instintos de rata se mezclaban con otros instintos, los de
niño, supongo, y ya me atrevía a tocar su carne. Tras las cortinillas de gasa y
seda, bajo el complicado ramaje cruzado de su dosel macizo, en el dormitorio
negro, rojo y dorado había tocado con mis manos, todavía cortas y regordetas, su cuerpo dormido, calmo y suave, dorado y negro. Eran maravillosos días en que me
permitía dormir con ella.
Beril
odiaba al niño, no soportaba verlo ni intuirlo detrás de los muebles. Cada vez
con mayor frecuencia abandonaba los escondites sagrados hasta entonces, y se
mostraba francamente, mirando y sonriendo, desafiándole. En esos momentos, lo
habría destrozado con sus manos. Sabía que Dezhna le tenía más cariño cada día,
y ni aún golpeándola podía sentirse libre de la presencia del niño, no
soportaba la idea que le robara sentimientos de ella. Ella sólo debía sentir
por él.
Desde la
ventana vio el coche blanco, tuvo una sensación en el estómago, de locura. El
pasado le estaba gritando, le miraba asombrado. Lleno de furor bajó sus cosas
al coche, metió sus maletas con la ropa que había traído, las raquetas, la
colonia, la cartera con su anterior nombre, las fotos de Mavi y de su madre, y
les prendió fuego.
Bajo las
cortinillas, respiraba exhausta, miraba dolorida los moretones y pensaba en el
niño, Beril podría hacerle daño. Su pasión no tenía fisuras, ni su odio
tampoco.
Los ojos
almendrados contemplaban el fuego. Dentro se retorcían objetos negruzcos,
irreconocibles. Beril había dado la vuelta y caminaba de nuevo hacía la casa.
Beril no era bueno, ya no quería que se quedara allí, que fuera un padre para
él. El tenía que ser el padre, él tenía que proteger a Dezh.
Subió a la
azotea y pisó con las zapatillas de seda bordada en las losetas gastadas de
color rojizo. Los grandes macetones almenaban el borde bajo que daba a la
puerta de entrada. Necesitó todo su esfuerzo para mover uno, y logró sudando
que se inclinase lo suficiente y que cayera. No hizo ningún ruido hasta llegar.
Corrió abajo, Beril yacía en el suelo de la entrada, con el cráneo partido,
cubierto de tierra y flores. El niño hurgó en sus ropajes rojos, sacó un objeto
estilizado con mango de piedras oscuras y golpeó a Beril en el pecho con él, la
sangre empezó a brotar, manchando la seda blanca.
La tarde lo
había vuelto todo rojo. Salieron de la casa y caminaron por el pequeño camino
de gravilla. El niño se había quedado algo atrás y Dezhna se volvió a
contemplarlo, encontró la mirada castaña de almendra y le sonrió, ofreciéndole
la mano.
-Ven a los
jardines.
Los caminos
se entrecruzaban bordeados de setos semisalvajes que impedían la visión, así
los ropajes de colores se perdieron pronto entre el verde impenetrable y sólo
quedó el recuerdo de miel, la mirada del niño que se había vuelto un momento y
en la que aparecían unas pequeñas manchas oscuras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario