Para
Luis, que también creó un reino, y con la generosidad heredada de los reyes
míticos, nos sentó a su mesa y nos hizo sentir su Corte en fantásticos
banquetes. Nada de lo que suceda en el mundo, nada, podrá borrar el brillo de
aquellos días.
Luis quería ser un mago de cuento, un día le llamé para decirle que tenía la historia y todos los
personajes pero que él en ningún modo era El Mago, él era Arturo de Camelot.
Arturo
“Estemos
donde estemos, seamos quienes seamos, sean nuestros deseos y ambiciones
diferentes, e igualmente distintos los motivos que nos incitan a vivir y a
elegir nuestros destinos, siempre estamos solos. Solos con nuestros
pensamientos.”
Morgana.
La
noche era muy fría. Al soplar el viento helado por la humedad gemían los
árboles a ambos lados del camino. En algunos tramos se acercaban tanto que
apenas permitían el paso a caballo y jinete, sin embargo el azote de las ramas
no disminuían la decisión y el ímpetu de éste, si acaso aumentaban el vértigo
de su carrera. La muchacha, que se dirigía hacia la choza del mago Gandalf, no
sentía en aquel momento el frío, el viento o las hojas, había pasado mucho
tiempo pensando hasta convencerse de que ésta era la única opción posible.
Ahora que sabía lo que iba a hacer, sus sentidos no percibían, sólo estaban
esperando el momento del reencuentro, sabía que no iba a ser agradable. Estaba
segura que Gandalf accedería a sus deseos, porque ella iba a darle algo que el
Mago había deseado siempre. Sólo tendría que convencerlo de que esta vez estaba
diciendo la verdad.
Morgana
había contribuido generosamente a la expulsión de la corte de Gandalf. Ella,
como nadie, algo que por otra parte consideraba meritorio, había derramado
mucho veneno en los oídos de su hermano para alejar al Mago. En aquellos
momentos era contrario a sus intereses. Gandalf debía entenderlo, él había
subsistido en la Corte muchos años, sabía perfectamente como se actuaba, como
se permanecía allí. Había cometido errores, se creyó muy valioso para el rey y
su confianza en sí mismo le perdió. Ahora le necesitaba. En fin, podía poner un
precio, Morgana estaba dispuesta a pagar.
A
lo lejos intuyó la choza en la penumbra, a un lado del camino por una débil
columna de humo grisáceo. Desmontó y ató el caballo, el diminuto empedrado
estaba casi destruido. Desde luego Gandalf no estaba viviendo sus mejores
tiempos. La puerta crujió y notó la bofetada de calor impregnada de olores que
la hicieron encoger la nariz una fracción de segundo. Vio a Gandalf mirarla con
sorpresa y aparecer la ira en sus ojos a la vez que se acercaba a ella.
-Buenas
noches Mago.
No
se cubrió cuando él descargó su mano sobre ella, tenía que dejarle desahogarse
un poco, aunque no había calculado su fuerza. Se vio arrojada al suelo y se
golpeó en la caída con una mesa. Quizás no había sido una buena idea, nadie
sabía que estaba allí. Gandalf se acercó de nuevo, la levantó del suelo
agarrándole la capa a la altura del cuello y aproximó su cara a la de él.
-Maldita
bruja, hija de una puerca, ¿qué haces aquí?
-He
venido a traerte buenas noticias. –tosió y se llevó la mano a un costado- Hoy
ha cambiado tu destino.
El
Mago la cogió por el pelo y volvió a acercar su cara a la suya, investigó el
fondo de sus ojos de color caramelo.
-Podría
matarte en una fracción de segundo, y te aseguro que me agradaría, si no fuera
porque tu presencia me repugna.
-Lo
que vengo a decirte es breve. Necesito un bebedizo. No he alcanzado el grado de
sabiduría que tu posees. Por mucho que lo intento la fórmula se escapa de mis
manos una y otra vez. El tiempo se agota y necesito esa pócima. Ahora la suerte
de los dos corre paralela, ¿por qué no aprovecharla Gandalf?, ya sabes que he
venido sin siervos, estoy a tu merced. No lo hubiera hecho si no supiera que
eres un hombre sabio. Pero la decisión queda en tus manos… si tanto te repugna
mi presencia, quizá no puedas…
El
Mago seguía mirándola, con las caras pegadas, Morgana percibía claramente el
olor del hombre como principal nota del resto que impregnaba la casa, intentó
excluir de su cabeza ese sentido y se maldijo por haberlo tenido siempre tan
acusado.
-¿Y
cómo no se lo has pedido a tu buen amigo Merlín?
-Estoy
aquí. Los días de Merlín empiezan a languidecer.
Le
soltó el pelo alejándola de él con un ademán de su brazo. No había desaparecido
la ira de sus ojos, pero en ningún momento había percibido repugnancia. Bien,
Gandalf había reaccionado como ella esperara. Ahora tendría que empezar a
pagar.
El
mago descorrió una cortina mugrienta en un rincón dejando ver algo parecido a
un camastro en el suelo, cubierto de mantas, al parecer del mismo tejido y
estado de descomposición y suciedad que
la cortina que los ocultaba.
-Desnúdate.
Ginebra.
En
el horizonte comenzaban a verse hebras de color violeta, Ginebra respiraba
llenando el pecho del aire nocturno, frío pero puro. La reina no dormía bien
últimamente. Miró hacia Arturo en el lecho, envidiaba su sueño reparador. A la
mañana siguiente sería, como cada día más difícil, disimular sus ojeras, del
color del día que despuntaba.
En
aquel momento entraba al patio el caballo de Morgana. La maldita bruja vendría
de buscar sus hierbas, o de practicar repugnantes ritos para emparentarse con
el Diablo. Aunque fuera su hermana, no podía comprender cómo Arturo no vía la
maldad y el desastre en aquella criatura. Dudaba de que fuera hermana realmente
del rey, Morgana tenía por fuerza que ser un engendro del Mal.
Al
menos daba gracias que Lancelot no estaba en el punto de mira de la hechicera.
Lancelot… todo lo puro y hermoso de la tierra se resumía en Lancelot: el valor,
el honor, la bondad, la gracia, la lealtad… algo crepitó en el pecho de la
reina, respiró de nuevo hondamente… si tenía que existir Lancelot al tiempo que
Arturo, hubiera podido ser su hijo. Ella hubiera podido quererle hasta dar la
vida por él, sin que ello fuera extravío.
Arturo.
Arturo
y Lancelot despertaron a un tiempo en sus lechos, ambos también a la vez, con
un ligero sofoco, el que provoca esos sueños extraños que no recordamos bien,
pero que sabemos que son contrarios a lo que consideramos bueno y recto, sueños
perniciosos, que nos embargan de fantástica lujuria y de sentimientos de culpa.
Ambos recordaban haber soñado con mujeres equivocadas, envueltas en historias
mágicas y extrañas, sin poder precisar mucho más lo que había ocurrido en
ellos, y por es mismo motivo, era mayor aún el sentimiento de placer y de
culpa.
Morgana,
pensaba Arturo, vivía por y para él, la ternura y el cariño que le demostraba
su hermana constantemente le hacían vacilar siempre que se trataba el tema de
su boda. Ella era una buena baza para conseguir una alianza importante, pero no
tenía valor para separarla de él. Morgana sufriría tanto lejos de Camelot y de
Arturo que la pena la consumiría. Y él, acaso podría él vivir lejos de Morgana,
sin ver su sonrisa cada mañana, sin sentirse arropado por su cariño maternal y
espontáneo.
Amaba
a su esposa. Ginebra tenía las cualidades de una reina, había nacido y sido
educada para ello. Admiraba el control de sus emociones, su carácter imperial y
magnánimo a un tiempo, cómo gobernaba el palacio, cómo había conseguido
infundir una mezcla de devoción y respeto no exento de temor a los sirvientes.
Y no sólo a los sirvientes, había visto ponerse nerviosos en presencia de su
esposa a altos dignatarios de otros países, incluso a príncipes. Delante de
Ginebra las personas medían mucho sus palabras y sus acciones, pero no podía
dejar de pensar que su piel estaba recubierta de una fina capa de hielo.
Morgana
en cambio era cálida, tremendamente llena de vida, su risa fácil inundaba a
menudo las habitaciones. Ninguna otra mujer de la Corte podía competir con su
inteligencia y cultura, ni muchos hombres, y no por ello perdía ni un ápice su
encanto femenino, ni su atracción. Era muy hermosa y muy deseable.
Había
pasado una semana y no conseguía olvidar lo que había ocurrido en su
habitación. Una tarde la había sorprendido entrando de pronto para contarle
alguna cosa, y Morgana, que salía de su baño, se quedó paralizada mirándole.
Sus mejillas se habían llenado de color, y él… él no conseguía apartar los ojos
de sus cuerpo, de los chispazos del sol en las gotitas que cubrían sus senos,
su vientre…
Tenía
que conseguir borrar de su cabeza esa imagen.
Lancelot.
Lancelot
no albergaba ninguna duda respecto a sus sentimientos por la reina, ya no.
Había estado incluso enfermo de fiebres para poderse confesar a sí mismo cuánto
y cómo la amaba, tanto que le dolía el cuerpo si ella se acercaba demasiado o
le miraba. Sin embargo la naturaleza le había dotado de la fuerza necesaria
para que su amor fuera tan inmenso como casto y consiguiera pasar desapercibido
para todos. Si bien eso era estando despierto, cuando dormía no podía reprimir
los sueños, cada vez menos castos y por los cuales se maldecía cada mañana. La
reina podía ser amada por él, eso no era mancha alguna para los dos. Ella era
inalcanzable, él lo sabía. Aunque en los sueños no podía dominarse, temía
hablar en ellos y ser escuchado por alguien, y éstos cada vez iban un poco más
lejos, esa noche él la abrazaba en el lecho de Arturo y entraba en ella, cuando
despertó vio en las sábanas que había consumado su placer en la imagen
incorpórea de Ginebra, y esto le llenó de horror. Se llevó las manos a la
cabeza y lloró.
En
el baño, que rezumaba espuma, se sintió de nuevo protegida, en casa. Los planes
se habían cumplido. Mientras frotaba enérgicamente su cuerpo recordaba cuánto
los había meditado, hasta casi la extenuación. No era sencillo, no sólo actuaba
ella, tenía que suponer lo más acertadamente los movimientos de los demás. Era
como una gran partida de ajedrez en un tablero gigantesco. Pero había ganado
esta jugada. Los hombres se movían en base a dos estímulos: alcanzar más poder
y satisfacer sus deseos. Era sencillo, por tanto, conseguir cosas de ellos, si
se era lo bastante sutil como para hacerles creer que habían deseado lo que se
les prometía y que lo obtenían por sus propios medios.
Aunque
tenía que hacer una objeción al respecto de su hermano. Arturo también se movía
para obtener más poder, pero en él era natural gobernar, tener ascendencia
sobre los demás. El pueblo le amaba en una mezcla de admiración y lealtad,
nunca los había traicionado, el ejército le respetaba, nunca había abandonado a
los soldados en una batalla por dura o perdida que pareciese. Arturo generaba
en las personas un amor espontáneo, limpio e inagotable. Los miembros de la
Corte de la Tabla Redonda intrigaban para que el rey les prefiriera, no era
cuestión de enriquecerse, la influencia sobre el rey, su aprobación, era la
recompensa buscada.
Desde
niña, Morgana había escuchado en palacio cuánto le permitían sus ágiles piernas
y sus receptivos oídos. Sabía cuántas cosas estaban en juego, su propia vida
sin ir más lejos. Todos intrigaban. El viejo Merlín, el principal consejero,
tenía mucho ascendiente sobre el rey, y conforme se iba haciendo más viejo, sus
objetivos eran más recónditos y oscuros. O Ginebra, la serpiente, haciendo creer
a todos que era una vestal de hielo, cuando dentro de su piel ardían pasiones
ilícitas que por el momento se negaba, sintiéndose como una diosa por ello.
Morgana estaba segura que los remordimientos la carcomían y no se le ocurría
otro motivo para ello.
O
los caballeros de la Tabla Redonda, bravos luchadores pero mediocres como
personas, persiguiendo alternativamente ser considerados el mejor servidor del
rey. De todos, Lancelot era el que menos buscaba el reconocimiento. Sus
pensamientos o sentimientos eran difíciles de adivinar. Hablaba muy poco y con
cautela, las misma que despreciaba en las batallas. Su valor y lealtad hacia
Arturo, al que protegía con riesgo de su vida, le habían hecho ganar una
predilección tan sutil de parte del rey que no había despertado las envidias de
los demás caballeros.
El
horóscopo no dejaba lugar a dudas, todas las predicciones, hechas por todos los
medios que conocía, le decían lo mismo, tenía que aprovechar el momento, este
no se iba a presentar nunca jamás. Era ahora, o acabar para siempre con todos
sus sueños. Morgana no vivía en paz desde que lo descubrió hacía unos meses. Si
dejaba que se escapara, si dejaba pasar la vida y que esta marchara sola a su
cauce, sin intervenir, sin involucrarse, la vida la dejaría de lado, ella no
sería nada, nadie la recordaría por nada, su vida sólo sería un maldito devenir
con algún pretendiente que le hubiera gustado mas a su hermano, del que tendría
unos hijos grises que tampoco dejarían su huella en ninguna parte. Morgana
sabía a que estaba destinada, lo supo antes de que aprendiera a hablar, ella no
era nada, una moneda de cambio apenas, una figurilla que desaparecería sin
haber entendido que existía. Pero se rebeló contra su destino. Había
trasgredido todos los límites, y se preparaba para transgredir los más
sagrados, había dedicado todas sus energías al conocimiento, a los saberes
ancestrales, a averiguar el futuro. Por medios normales y por medios mágicos,
había aprendido de cualquiera que pudiera enseñarle. ¡Cómo había engañado al
viejo Merlín! el pobre iluso, llegó a pensar que ella le quería.
No
sentía miedo. Meditar sobre la vida que le esperaba le producía intensos
vómitos, así que ella pasaría por encima del destino, ella era igual que
Arturo, su sangre corría también en las venas del rey. El y ella eran
diferentes, superiores, de otra raza. Sus nacimientos habían sido predichos, y
a partir del gobierno de Arturo, no había recogidas más predicciones, nada
estaba escrito, ella podía cambiar las cosas. Sí. Ella podía cambiar todo e iba
a hacerlo.
Miró
hacia el estante donde había colocado la poción que había conseguido de
Gandalf, el líquido verde, espeso, con minúsculas luces doradas que aparecían y
desaparecían le esperaba allí arriba, el contenido de ese frasquito de cristal suponía
la conquista de su vida. Lo utilizaría dos días más tarde. De alguna manera
haría que Arturo lo tomara, él la confundiría con Ginebra y le engendraría un
hijo que se haría en el futuro con el poder en Camelot.
El
hijo de Arturo y Morgana sería un astro… un dios…
Su hijo.
Arturo
había descubierto la sensación de poder mucho tiempo después de acceder al
trono, él nunca deseó ser rey salvo para dirigir a su pueblo hacia una
situación de bonanza y paz duraderas. Amaba Camelot, su gente, sus tierras, sus
fuentes de agua, deseaba para ellos una situación envidiable, y además se
sentía fuerte y capaz de lograrlo. Organizar, mandar para conseguir algo para
todos ellos. Había nacido para eso, no necesitaba que nadie se lo dijera, o
pruebas. Era el rey de la nación más próspera y feliz de la tierra, donde la
gente se quería y respetaba, en especial los miembros de su Corte. El poder
tampoco lo había sentido cuando creó la Tabla Redonda, sencillamente la idea
brotó para cumplir un fin, ése había sido su mayor logro, sentar juntos, con el
mismo trato a los principales señores de Camelot.
Había
sido después, no sabía exactamente cuando, quizás en el momento en que recibió
y rechazó la primera petición de mano para Morgana, quizás al conocer a
Lancelot, un príncipe que había abandonado su patria y recorrido miles de
leguas para rogarle pertenecer a su escolta, quizás cuando firmó el primer
acuerdo con un país vecino.
Como
fuera, ahora le embargaba la sensación de poseerles, a todos, a las personas y
a las cosas, él los tenía en su mano, no para hacerles mal, pero les poseía,
podía decidir qué destino les convenía más, él decidía la vida que más convenía
a su gente, y esa sensación le gustaba y le turbaba al mismo tiempo.
Les
miraba mientras cenaban en la Mesa Redonda, ¡Qué bello espectáculo! A su
derecha Ginebra, tan hermosa. Su hermana Morgana a su izquierda, esa noche
estaba particularmente bella, había dejado sueltos sus cabellos, que la cubrían
como una lluvia dorada. Lancelot estaba más animado aquella noche, le
preocupaba Lancelot, que cayera enfermo de nostalgia de su patria, sin duda era
eso lo que sucedía a su campeón, habría que organizar más juegos y festejos
para alegrarles en los tiempos de paz. O quizás buscar nuevos horizontes.
Merlín le hablaba de las cuentas reales, de las cosechas de los campesinos, de
cuando comenzarían las lluvias, de los visitantes que próximamente vendrían de
Francia, la vida era buena con él. La vida le había dado todo.
Merlín.
Para
Merlín la vida era ya una lenta pero inexorable cuenta atrás. A pesar de sus
vastos conocimientos de la magia, la astrología y otros saberes que había
tenido el privilegio de aprender, nada de ello podía alargar, detener o
invertir su vejez. Únicamente conocía lo suficiente para no sentir los dolores
del desgaste de sus huesos y ello producía la ilusión de que estos seguían
estando bien. A pesar de la rabia de la impotencia, después de haber dedicado
su vida a lograr esos conocimientos y haber sacrificado miles de cosas por
ello, para conseguir tan poco, era feliz en su actual momento. Era el principal
consejero del rey de Camelot, y estaba orgulloso de él. Realmente consideraba
un privilegio haber conocido a este joven lleno de fuerza e inteligencia, este
rey sensato, que no tenía miedo a ser grande, a ser el más grande. El sería
recordado también por las gestas de Arturo, ésa no era desde luego la
inmortalidad que había perseguido pero al menos la vida le daba algo a cambio.
Quizás ese era el sentido de la vida, después de innumerables esfuerzos y
sacrificios para lograr algo, cuando la desesperación ha hecho mella en uno, la
vida, en una cabriola infantil te regala un simulacro, una miniatura de aquello
que querías, pero que te hace muy feliz, incomprensiblemente.
Pero
el rey estaba rodeado de alimañas que no dudarían en causarle cualquier daño
para conseguir sus deseos. Morgana, la astuta, él tenía la culpa del saber que
atesoraba la bruja, era tan joven cuando acudió a él, casi una niña, con esos
ojos llenos de inocencia y el cuerpo candoroso y acogedor. Cómo estuvo tan
ciego como para creer que ella sería siempre la alumna paciente y sumisa,
admirada de su sabiduría. Ese, pensaba, había sido su último error. No estaba
seguro pero creía que lo que perseguía era la posición de Ginebra, no podía
casarse con Arturo evidentemente, pero no soportaba que otra mujer tuviera en
el reino una posición más privilegiada que ella, la detestaba de tal modo que
había visto transformarse la cara de Morgana en la de un animal en algunas
ocasiones mirando a la reina. Esta tampoco era digna de Arturo, ejecutaba su
papel como una actriz, perfecta, pero no parecía sentir, no ponía pasión. Era
distante y orgullosa, jamás habría
consentido en mezclarse con el pueblo en algún festejo como hacía el rey,
incluso en la Corte, todos le guardaban una distancia prudente. Al acercarse a
ella, se percibía un espacio de aire helado.
Gandalf
afortunadamente estaba lejos, ¡Cómo había intrigado para que el rey dudara de
Merlín! Sólo por la envidia de no poseer sus conocimientos. Gandalf era un
triste aprendiz de mago, aunque ladino e inteligente para disimular sus
carencias. O Lancelot, el misterioso, haciendo esfuerzos ímprobos por
demostrarle al rey su lealtad… Merlín suponía que era su forma de compensarle
por algo, aunque de momento, no había logrado averiguar el qué.
El
plazo se había cumplido. En la fiesta que estaban celebrando, en la Mesa
Redonda, había podido verter la pócima en la copa de Arturo, y éste la bebía
tranquilamente, sin imaginar nada. Entonces el estómago de Morgana se contrajo,
sus pensamientos se desataron… ¿se volvería ella atrás?... había luchado contra
todo para llegar hasta ese momento, había eliminado los obstáculos… ¿se
arrepentiría en el último acto? Durante unos instantes se sintió paralizada.
Sólo unos instantes. Reaccionó. Ella había hecho todo lo que había que hacer.
Sí, ahora iría y recogería los frutos. Ahora no podía vacilar, ahora no podía
asustarse, todo estaba ya pensado, decidido, aceptado. Sí, ahora se tornaba
realidad, el sueño estaba a punto de ser real, y sólo había que dar un último
paso.
Sintió
más deseos de vomitar, pero bebió otro sorbo de vino y comenzó a encontrarse
mejor.
Arturo
se retiró pronto a sus habitaciones, se sentía un poco mareado, más bien tenía
la sensación de que flotaba ligeramente, no se sentía nada pesado, estaba
feliz. Al doblar por un pasillo, Ginebra apareció de pronto. Le sonreía de una
manera cautivadora. La miró con más detenimiento, sí, su mujer sonreía con una
extraña plenitud, le cogió de la mano y lo llevó por los pasillos, ella sí
parecía flotar, riendo, le hizo entrar en una habitación, aquella no era la
sala real, Ginebra estaba jugando. Estaba tan hermosa como el día en que la
tomó como esposa, pero esta noche estaba más cálida, más viva. Empezó a besarle
como nunca lo había hecho, sin duda el vino les había transformado, tendría que
encargar más barriles. El vino, incluso le hacía tener visiones que exaltaban
su excitación, veía la cara de Ginebra transformándose en la de Morgana por instantes,
y ella no disminuía las caricias, no podía sentirse más feliz de lo que lo era
en aquel momento. Dio gracias a los dioses que le protegían y tomó a aquella
mujer voluptuosa sintiendo también la excitación de la culpa de soñar que
estaba tomando a su hermana al mismo tiempo.
Despertó.
No sabía cuanto tiempo había pasado. La luna entraba por la ventana, miró hacia
el lecho y descubrió una cabellera rubia cubriendo a medias un cuerpo desnudo,
un cuerpo deseado y amado por él. Le acarició el cabello, sin saber aún que
ocurría. Se sentía confuso, algo era anormal, acarició de nuevo su pelo
intentando pensar, que se aclarara esa niebla. Ella despertó entonces, miró sus
ojos de color caramelo… los ojos de Ginebra… ¿Ginebra tenía los ojos de color caramelo?
Ginebra… Ginebra tenía el pelo… negro, ¿negro?...algo era extraño, anormal,
algo no era como debía. El rostro gatuno y hermoso le sonreía. Su nombre llegó
de un golpe. Morgana. La mujer desnuda que estaba a su lado era su hermana
Morgana, algo iba mal, algo horrible estaba pasando… ¿por qué sonreía Morgana
cuando él era incapaz de hablar?
-Hemos
engendrado un hijo hoy.
Arturo
la miraba sin creer aún lo que estaba sucediendo.
-Un
hijo que será un dios y gobernará después de ti. Nuestro hijo será el único
heredero que tendrás. El oráculo se me mostró claramente, nuestra sangre debía
enlazarse y así llegará un nuevo rey a Camelot que será como tú, un ser mítico
al que recordaran infinitas generaciones. Ahora me marcharé para tenerlo en un
lugar oculto, y volveré de nuevo con él en el momento oportuno para que ocupe
tu lugar.
-Morgana,
tú no estás pronunciando estas palabras, esto es irreal, no está sucediendo.
-Perdóname.
No puedo evitarte el dolor. No hay en el mundo un hombre más digno que tú, y mi
hijo sólo podía ser engendrado por ti. Aunque esto te repugne ahora al
pensarlo, lo irás aceptando, como irás aceptando otras cosas que van a suceder.
Arturo, tú no eres de este mundo, tú permaneces puro, la vida no te ha
corrompido como les sucede al resto de los seres, a todos a tu alrededor. Me
marcho, te evitaré la vergüenza de mi estado en la Corte y no puedo correr el
riesgo de que alguien quiera acabar con su vida. Adiós, quiero que sepas que es
un hijo engendrado con amor.
Vio
a Morgana vistiéndose y al poco salir por la puerta después de volverse a
mirarle por última vez. Estaba sentado en la cama, paralizado, ensimismado.
Ahora estaba seguro de que su hermana le había dicho la verdad, había en sus
palabras tal determinación y sinceridad que habían despejado la niebla, la
repulsión. Sólo habían dejado ternura. Amaba a Morgana aunque se lo había
negado muchas veces, ahora ella se adelantaba haciendo algo descabellado, pero
no podía culparla. Entendía sus motivos, sus anhelos, sentía una completa comprensión
y cariño hacia ella. El tendría que seguir adelante, mantener todo, ser fuerte
y seguir gobernando.
Se
marchó hacia sus habitaciones a esperar el nuevo día.
Habían
pasado unos meses desde la marcha de Morgana y Camelot era completamente
distinto. Después de irse ella, un caballero de la Tabla Redonda acusó a
Ginebra de adulterio, Lancelot había defendido su honor y dado muerte al
calumniador pero ese fue el detonante para que ellos no pudiesen reprimir por
más tiempo lo que sentían el uno por el otro y al fin habían huido. El príncipe
francés, furioso por no obtener la mano de Morgana y no creyendo las
explicaciones sobre su paradero, había declarado la guerra, algunos caballeros
se le habían unido para vengar al que había muerto a manos de Lancelot, más
tarde se unieron los demás, ahora todos pensaban que la acusación era
verdadera, que el rey había permitido, aun a sabiendas del delito, que Lancelot
le matara. Corrían en la Corte y el reino las más peregrinas y escabrosas
historias para explicar la desaparición de Morgana, algunas la relacionaban con
los amantes, otras incluso se atrevían a insinuar de que el rey la había
asesinado, o Lancelot porque ella los habría descubierto y denunciado. Merlín
se había refugiado en el bosque.
Arturo
se encontraba en la sala del trono, no tenía miedo, sólo estaba aguardando,
algunas tropas le eran fieles y aún podía producirse un milagro. En realidad no
lo esperaba, posiblemente moriría en la batalla pero no iba a morir con
deshonor. Había comprendido, quizás por la cercanía de la muerte, que no se
puede pretender mantener la felicidad eternamente, la desgracia y la felicidad
se alternan, y el hombre debe mantener su dignidad en ambas situaciones, a eso
aspiraba.
De
pronto Morgana entró en la sala y fue hacia él.
-Arturo…
-¿Por
qué has venido? No debes estar aquí, márchate, corres peligro…
-Eres
tú quien debe marcharse, ahora mismo, la batalla es un suicidio. Podrás
reclutar tropas más lejos y volver, Camelot volverá a ser gobernada por ti.
-Camelot
me ha abandonado. Todos lo han hecho. Intentaré parlamentar con los emisarios
franceses, hacerles comprender el beneficio de la paz, intentaré pactar con
ellos para que no haya sufrimiento en mi reino. Yo me sentía dueño de este
reino, ya ves que era una mentira, ellos no me pertenecen en ningún modo, no
puedo gobernar en sus cabezas ni en su corazón, casi ni siquiera les he hecho
compartir mi sueño, pero no me siento traicionado o derrumbado, quizás yo
estaba ciego. Les defenderé mientras mi brazo pueda levantar la espada, sigo
siendo el rey de Camelot. Pero tú… debes marcharte, tus anhelos se han
cumplido, debes ponerte a salvo y tener a nuestro hijo. Conseguiste tu sueño,
es lo que deseabas, ahora debes mantenerlo, luchar por él, vamos márchate, ponte
a salvo.
-Mi
sueño no es ése. No me has comprendido hermano, no sabes lo que quiero. Deseé
este hijo en el mundo en que vivíamos porque dentro de aquella realidad era la
mayor proeza, el triunfo sobre todo lo que me encadenaba, sobre todas las
tradiciones y las obligaciones, era subir por un momento hasta lo más alto,
igual que habías hecho tú encumbrándote al trono de Camelot. Era mi proeza, la
que me equiparaba a ti, la que me convertía en tu igual, por eso, nuestro hijo
sería un dios entre los hombres, un hijo engendrado por dos seres capaces de
todo. Lo que no sabía hasta aquel momento es que lo deseaba por ti, no me di
cuenta de que amaba profundamente al hombre, de que a pesar de los oráculos,
del poder, de quien eres, bajo todo eso, no era más que una mujer enamorada que
defiende su pasión contra todo.
Yo
no te he abandonado, no pienso irme, esperaré contigo y tu destino será mi
destino, si consigues tu propósito de detener la guerra o ocurre algo milagroso
que te permita ganar, instauraremos un nuevo orden, con leyes nuevas, un mundo
nuevo en el que no será contra natura que nos queramos y conoceremos una
felicidad que no ha sido aún descrita. Pero si el destino no permite que tal
suceda, no seguiré viviendo sin ti. –se sentó en el trono de la reina y tomó
una mano entre las suyas- Estaré en mi
lugar y aguardaré contigo.
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