5/25/2012

Arturo


                                                                                  Para Luis, que también creó un reino, y con la generosidad heredada de los reyes míticos, nos sentó a su mesa y nos hizo sentir su Corte en fantásticos banquetes. Nada de lo que suceda en el mundo, nada, podrá borrar el brillo de aquellos días.

            Luis quería ser un mago de cuento, un día le llamé para decirle que tenía la historia y todos los personajes pero que él en ningún modo era El Mago, él era Arturo de Camelot.







                                                                      Arturo 



            “Estemos donde estemos, seamos quienes seamos, sean nuestros deseos y ambiciones diferentes, e igualmente distintos los motivos que nos incitan a vivir y a elegir nuestros destinos, siempre estamos solos. Solos con nuestros pensamientos.”





Morgana.
            La noche era muy fría. Al soplar el viento helado por la humedad gemían los árboles a ambos lados del camino. En algunos tramos se acercaban tanto que apenas permitían el paso a caballo y jinete, sin embargo el azote de las ramas no disminuían la decisión y el ímpetu de éste, si acaso aumentaban el vértigo de su carrera. La muchacha, que se dirigía hacia la choza del mago Gandalf, no sentía en aquel momento el frío, el viento o las hojas, había pasado mucho tiempo pensando hasta convencerse de que ésta era la única opción posible. Ahora que sabía lo que iba a hacer, sus sentidos no percibían, sólo estaban esperando el momento del reencuentro, sabía que no iba a ser agradable. Estaba segura que Gandalf accedería a sus deseos, porque ella iba a darle algo que el Mago había deseado siempre. Sólo tendría que convencerlo de que esta vez estaba diciendo la verdad.

            Morgana había contribuido generosamente a la expulsión de la corte de Gandalf. Ella, como nadie, algo que por otra parte consideraba meritorio, había derramado mucho veneno en los oídos de su hermano para alejar al Mago. En aquellos momentos era contrario a sus intereses. Gandalf debía entenderlo, él había subsistido en la Corte muchos años, sabía perfectamente como se actuaba, como se permanecía allí. Había cometido errores, se creyó muy valioso para el rey y su confianza en sí mismo le perdió. Ahora le necesitaba. En fin, podía poner un precio, Morgana estaba dispuesta a pagar.

            A lo lejos intuyó la choza en la penumbra, a un lado del camino por una débil columna de humo grisáceo. Desmontó y ató el caballo, el diminuto empedrado estaba casi destruido. Desde luego Gandalf no estaba viviendo sus mejores tiempos. La puerta crujió y notó la bofetada de calor impregnada de olores que la hicieron encoger la nariz una fracción de segundo. Vio a Gandalf mirarla con sorpresa y aparecer la ira en sus ojos a la vez que se acercaba a ella.
            -Buenas noches Mago.
            No se cubrió cuando él descargó su mano sobre ella, tenía que dejarle desahogarse un poco, aunque no había calculado su fuerza. Se vio arrojada al suelo y se golpeó en la caída con una mesa. Quizás no había sido una buena idea, nadie sabía que estaba allí. Gandalf se acercó de nuevo, la levantó del suelo agarrándole la capa a la altura del cuello y aproximó su cara a la de él.
            -Maldita bruja, hija de una puerca, ¿qué haces aquí?
            -He venido a traerte buenas noticias. –tosió y se llevó la mano a un costado- Hoy ha cambiado tu destino.
            El Mago la cogió por el pelo y volvió a acercar su cara a la suya, investigó el fondo de sus ojos de color caramelo.
            -Podría matarte en una fracción de segundo, y te aseguro que me agradaría, si no fuera porque tu presencia me repugna.
            -Lo que vengo a decirte es breve. Necesito un bebedizo. No he alcanzado el grado de sabiduría que tu posees. Por mucho que lo intento la fórmula se escapa de mis manos una y otra vez. El tiempo se agota y necesito esa pócima. Ahora la suerte de los dos corre paralela, ¿por qué no aprovecharla Gandalf?, ya sabes que he venido sin siervos, estoy a tu merced. No lo hubiera hecho si no supiera que eres un hombre sabio. Pero la decisión queda en tus manos… si tanto te repugna mi presencia, quizá no puedas…

            El Mago seguía mirándola, con las caras pegadas, Morgana percibía claramente el olor del hombre como principal nota del resto que impregnaba la casa, intentó excluir de su cabeza ese sentido y se maldijo por haberlo tenido siempre tan acusado.

            -¿Y cómo no se lo has pedido a tu buen amigo Merlín?
            -Estoy aquí. Los días de Merlín empiezan a languidecer.

            Le soltó el pelo alejándola de él con un ademán de su brazo. No había desaparecido la ira de sus ojos, pero en ningún momento había percibido repugnancia. Bien, Gandalf había reaccionado como ella esperara. Ahora tendría que empezar a pagar.

            El mago descorrió una cortina mugrienta en un rincón dejando ver algo parecido a un camastro en el suelo, cubierto de mantas, al parecer del mismo tejido y estado de descomposición  y suciedad que la cortina que los ocultaba.
            -Desnúdate.







Ginebra.
            En el horizonte comenzaban a verse hebras de color violeta, Ginebra respiraba llenando el pecho del aire nocturno, frío pero puro. La reina no dormía bien últimamente. Miró hacia Arturo en el lecho, envidiaba su sueño reparador. A la mañana siguiente sería, como cada día más difícil, disimular sus ojeras, del color del día que despuntaba.
            En aquel momento entraba al patio el caballo de Morgana. La maldita bruja vendría de buscar sus hierbas, o de practicar repugnantes ritos para emparentarse con el Diablo. Aunque fuera su hermana, no podía comprender cómo Arturo no vía la maldad y el desastre en aquella criatura. Dudaba de que fuera hermana realmente del rey, Morgana tenía por fuerza que ser un engendro del Mal.
            Al menos daba gracias que Lancelot no estaba en el punto de mira de la hechicera. Lancelot… todo lo puro y hermoso de la tierra se resumía en Lancelot: el valor, el honor, la bondad, la gracia, la lealtad… algo crepitó en el pecho de la reina, respiró de nuevo hondamente… si tenía que existir Lancelot al tiempo que Arturo, hubiera podido ser su hijo. Ella hubiera podido quererle hasta dar la vida por él, sin que ello fuera extravío.




Arturo.
            Arturo y Lancelot despertaron a un tiempo en sus lechos, ambos también a la vez, con un ligero sofoco, el que provoca esos sueños extraños que no recordamos bien, pero que sabemos que son contrarios a lo que consideramos bueno y recto, sueños perniciosos, que nos embargan de fantástica lujuria y de sentimientos de culpa. Ambos recordaban haber soñado con mujeres equivocadas, envueltas en historias mágicas y extrañas, sin poder precisar mucho más lo que había ocurrido en ellos, y por es mismo motivo, era mayor aún el sentimiento de placer y de culpa.

            Morgana, pensaba Arturo, vivía por y para él, la ternura y el cariño que le demostraba su hermana constantemente le hacían vacilar siempre que se trataba el tema de su boda. Ella era una buena baza para conseguir una alianza importante, pero no tenía valor para separarla de él. Morgana sufriría tanto lejos de Camelot y de Arturo que la pena la consumiría. Y él, acaso podría él vivir lejos de Morgana, sin ver su sonrisa cada mañana, sin sentirse arropado por su cariño maternal y espontáneo.
            Amaba a su esposa. Ginebra tenía las cualidades de una reina, había nacido y sido educada para ello. Admiraba el control de sus emociones, su carácter imperial y magnánimo a un tiempo, cómo gobernaba el palacio, cómo había conseguido infundir una mezcla de devoción y respeto no exento de temor a los sirvientes. Y no sólo a los sirvientes, había visto ponerse nerviosos en presencia de su esposa a altos dignatarios de otros países, incluso a príncipes. Delante de Ginebra las personas medían mucho sus palabras y sus acciones, pero no podía dejar de pensar que su piel estaba recubierta de una fina capa de hielo.
            Morgana en cambio era cálida, tremendamente llena de vida, su risa fácil inundaba a menudo las habitaciones. Ninguna otra mujer de la Corte podía competir con su inteligencia y cultura, ni muchos hombres, y no por ello perdía ni un ápice su encanto femenino, ni su atracción. Era muy hermosa y muy deseable.

            Había pasado una semana y no conseguía olvidar lo que había ocurrido en su habitación. Una tarde la había sorprendido entrando de pronto para contarle alguna cosa, y Morgana, que salía de su baño, se quedó paralizada mirándole. Sus mejillas se habían llenado de color, y él… él no conseguía apartar los ojos de sus cuerpo, de los chispazos del sol en las gotitas que cubrían sus senos, su vientre…
            Tenía que conseguir borrar de su cabeza esa imagen.




Lancelot.
            Lancelot no albergaba ninguna duda respecto a sus sentimientos por la reina, ya no. Había estado incluso enfermo de fiebres para poderse confesar a sí mismo cuánto y cómo la amaba, tanto que le dolía el cuerpo si ella se acercaba demasiado o le miraba. Sin embargo la naturaleza le había dotado de la fuerza necesaria para que su amor fuera tan inmenso como casto y consiguiera pasar desapercibido para todos. Si bien eso era estando despierto, cuando dormía no podía reprimir los sueños, cada vez menos castos y por los cuales se maldecía cada mañana. La reina podía ser amada por él, eso no era mancha alguna para los dos. Ella era inalcanzable, él lo sabía. Aunque en los sueños no podía dominarse, temía hablar en ellos y ser escuchado por alguien, y éstos cada vez iban un poco más lejos, esa noche él la abrazaba en el lecho de Arturo y entraba en ella, cuando despertó vio en las sábanas que había consumado su placer en la imagen incorpórea de Ginebra, y esto le llenó de horror. Se llevó las manos a la cabeza y lloró.








            En el baño, que rezumaba espuma, se sintió de nuevo protegida, en casa. Los planes se habían cumplido. Mientras frotaba enérgicamente su cuerpo recordaba cuánto los había meditado, hasta casi la extenuación. No era sencillo, no sólo actuaba ella, tenía que suponer lo más acertadamente los movimientos de los demás. Era como una gran partida de ajedrez en un tablero gigantesco. Pero había ganado esta jugada. Los hombres se movían en base a dos estímulos: alcanzar más poder y satisfacer sus deseos. Era sencillo, por tanto, conseguir cosas de ellos, si se era lo bastante sutil como para hacerles creer que habían deseado lo que se les prometía y que lo obtenían por sus propios medios.
            Aunque tenía que hacer una objeción al respecto de su hermano. Arturo también se movía para obtener más poder, pero en él era natural gobernar, tener ascendencia sobre los demás. El pueblo le amaba en una mezcla de admiración y lealtad, nunca los había traicionado, el ejército le respetaba, nunca había abandonado a los soldados en una batalla por dura o perdida que pareciese. Arturo generaba en las personas un amor espontáneo, limpio e inagotable. Los miembros de la Corte de la Tabla Redonda intrigaban para que el rey les prefiriera, no era cuestión de enriquecerse, la influencia sobre el rey, su aprobación, era la recompensa buscada.
            Desde niña, Morgana había escuchado en palacio cuánto le permitían sus ágiles piernas y sus receptivos oídos. Sabía cuántas cosas estaban en juego, su propia vida sin ir más lejos. Todos intrigaban. El viejo Merlín, el principal consejero, tenía mucho ascendiente sobre el rey, y conforme se iba haciendo más viejo, sus objetivos eran más recónditos y oscuros. O Ginebra, la serpiente, haciendo creer a todos que era una vestal de hielo, cuando dentro de su piel ardían pasiones ilícitas que por el momento se negaba, sintiéndose como una diosa por ello. Morgana estaba segura que los remordimientos la carcomían y no se le ocurría otro motivo para ello.
            O los caballeros de la Tabla Redonda, bravos luchadores pero mediocres como personas, persiguiendo alternativamente ser considerados el mejor servidor del rey. De todos, Lancelot era el que menos buscaba el reconocimiento. Sus pensamientos o sentimientos eran difíciles de adivinar. Hablaba muy poco y con cautela, las misma que despreciaba en las batallas. Su valor y lealtad hacia Arturo, al que protegía con riesgo de su vida, le habían hecho ganar una predilección tan sutil de parte del rey que no había despertado las envidias de los demás caballeros.
            El horóscopo no dejaba lugar a dudas, todas las predicciones, hechas por todos los medios que conocía, le decían lo mismo, tenía que aprovechar el momento, este no se iba a presentar nunca jamás. Era ahora, o acabar para siempre con todos sus sueños. Morgana no vivía en paz desde que lo descubrió hacía unos meses. Si dejaba que se escapara, si dejaba pasar la vida y que esta marchara sola a su cauce, sin intervenir, sin involucrarse, la vida la dejaría de lado, ella no sería nada, nadie la recordaría por nada, su vida sólo sería un maldito devenir con algún pretendiente que le hubiera gustado mas a su hermano, del que tendría unos hijos grises que tampoco dejarían su huella en ninguna parte. Morgana sabía a que estaba destinada, lo supo antes de que aprendiera a hablar, ella no era nada, una moneda de cambio apenas, una figurilla que desaparecería sin haber entendido que existía. Pero se rebeló contra su destino. Había trasgredido todos los límites, y se preparaba para transgredir los más sagrados, había dedicado todas sus energías al conocimiento, a los saberes ancestrales, a averiguar el futuro. Por medios normales y por medios mágicos, había aprendido de cualquiera que pudiera enseñarle. ¡Cómo había engañado al viejo Merlín! el pobre iluso, llegó a pensar que ella le quería.
            No sentía miedo. Meditar sobre la vida que le esperaba le producía intensos vómitos, así que ella pasaría por encima del destino, ella era igual que Arturo, su sangre corría también en las venas del rey. El y ella eran diferentes, superiores, de otra raza. Sus nacimientos habían sido predichos, y a partir del gobierno de Arturo, no había recogidas más predicciones, nada estaba escrito, ella podía cambiar las cosas. Sí. Ella podía cambiar todo e iba a hacerlo.
            Miró hacia el estante donde había colocado la poción que había conseguido de Gandalf, el líquido verde, espeso, con minúsculas luces doradas que aparecían y desaparecían le esperaba allí arriba, el contenido de ese frasquito de cristal suponía la conquista de su vida. Lo utilizaría dos días más tarde. De alguna manera haría que Arturo lo tomara, él la confundiría con Ginebra y le engendraría un hijo que se haría en el futuro con el poder en Camelot.
            El hijo de Arturo y Morgana sería un astro… un dios…
            Su hijo.





            Arturo había descubierto la sensación de poder mucho tiempo después de acceder al trono, él nunca deseó ser rey salvo para dirigir a su pueblo hacia una situación de bonanza y paz duraderas. Amaba Camelot, su gente, sus tierras, sus fuentes de agua, deseaba para ellos una situación envidiable, y además se sentía fuerte y capaz de lograrlo. Organizar, mandar para conseguir algo para todos ellos. Había nacido para eso, no necesitaba que nadie se lo dijera, o pruebas. Era el rey de la nación más próspera y feliz de la tierra, donde la gente se quería y respetaba, en especial los miembros de su Corte. El poder tampoco lo había sentido cuando creó la Tabla Redonda, sencillamente la idea brotó para cumplir un fin, ése había sido su mayor logro, sentar juntos, con el mismo trato a los principales señores de Camelot.
            Había sido después, no sabía exactamente cuando, quizás en el momento en que recibió y rechazó la primera petición de mano para Morgana, quizás al conocer a Lancelot, un príncipe que había abandonado su patria y recorrido miles de leguas para rogarle pertenecer a su escolta, quizás cuando firmó el primer acuerdo con un país vecino.
            Como fuera, ahora le embargaba la sensación de poseerles, a todos, a las personas y a las cosas, él los tenía en su mano, no para hacerles mal, pero les poseía, podía decidir qué destino les convenía más, él decidía la vida que más convenía a su gente, y esa sensación le gustaba y le turbaba al mismo tiempo.
            Les miraba mientras cenaban en la Mesa Redonda, ¡Qué bello espectáculo! A su derecha Ginebra, tan hermosa. Su hermana Morgana a su izquierda, esa noche estaba particularmente bella, había dejado sueltos sus cabellos, que la cubrían como una lluvia dorada. Lancelot estaba más animado aquella noche, le preocupaba Lancelot, que cayera enfermo de nostalgia de su patria, sin duda era eso lo que sucedía a su campeón, habría que organizar más juegos y festejos para alegrarles en los tiempos de paz. O quizás buscar nuevos horizontes. Merlín le hablaba de las cuentas reales, de las cosechas de los campesinos, de cuando comenzarían las lluvias, de los visitantes que próximamente vendrían de Francia, la vida era buena con él. La vida le había dado todo.           





Merlín.
            Para Merlín la vida era ya una lenta pero inexorable cuenta atrás. A pesar de sus vastos conocimientos de la magia, la astrología y otros saberes que había tenido el privilegio de aprender, nada de ello podía alargar, detener o invertir su vejez. Únicamente conocía lo suficiente para no sentir los dolores del desgaste de sus huesos y ello producía la ilusión de que estos seguían estando bien. A pesar de la rabia de la impotencia, después de haber dedicado su vida a lograr esos conocimientos y haber sacrificado miles de cosas por ello, para conseguir tan poco, era feliz en su actual momento. Era el principal consejero del rey de Camelot, y estaba orgulloso de él. Realmente consideraba un privilegio haber conocido a este joven lleno de fuerza e inteligencia, este rey sensato, que no tenía miedo a ser grande, a ser el más grande. El sería recordado también por las gestas de Arturo, ésa no era desde luego la inmortalidad que había perseguido pero al menos la vida le daba algo a cambio. Quizás ese era el sentido de la vida, después de innumerables esfuerzos y sacrificios para lograr algo, cuando la desesperación ha hecho mella en uno, la vida, en una cabriola infantil te regala un simulacro, una miniatura de aquello que querías, pero que te hace muy feliz, incomprensiblemente.
            Pero el rey estaba rodeado de alimañas que no dudarían en causarle cualquier daño para conseguir sus deseos. Morgana, la astuta, él tenía la culpa del saber que atesoraba la bruja, era tan joven cuando acudió a él, casi una niña, con esos ojos llenos de inocencia y el cuerpo candoroso y acogedor. Cómo estuvo tan ciego como para creer que ella sería siempre la alumna paciente y sumisa, admirada de su sabiduría. Ese, pensaba, había sido su último error. No estaba seguro pero creía que lo que perseguía era la posición de Ginebra, no podía casarse con Arturo evidentemente, pero no soportaba que otra mujer tuviera en el reino una posición más privilegiada que ella, la detestaba de tal modo que había visto transformarse la cara de Morgana en la de un animal en algunas ocasiones mirando a la reina. Esta tampoco era digna de Arturo, ejecutaba su papel como una actriz, perfecta, pero no parecía sentir, no ponía pasión. Era distante y orgullosa,  jamás habría consentido en mezclarse con el pueblo en algún festejo como hacía el rey, incluso en la Corte, todos le guardaban una distancia prudente. Al acercarse a ella, se percibía un espacio de aire helado.
            Gandalf afortunadamente estaba lejos, ¡Cómo había intrigado para que el rey dudara de Merlín! Sólo por la envidia de no poseer sus conocimientos. Gandalf era un triste aprendiz de mago, aunque ladino e inteligente para disimular sus carencias. O Lancelot, el misterioso, haciendo esfuerzos ímprobos por demostrarle al rey su lealtad… Merlín suponía que era su forma de compensarle por algo, aunque de momento, no había logrado averiguar el qué.






            El plazo se había cumplido. En la fiesta que estaban celebrando, en la Mesa Redonda, había podido verter la pócima en la copa de Arturo, y éste la bebía tranquilamente, sin imaginar nada. Entonces el estómago de Morgana se contrajo, sus pensamientos se desataron… ¿se volvería ella atrás?... había luchado contra todo para llegar hasta ese momento, había eliminado los obstáculos… ¿se arrepentiría en el último acto? Durante unos instantes se sintió paralizada. Sólo unos instantes. Reaccionó. Ella había hecho todo lo que había que hacer. Sí, ahora iría y recogería los frutos. Ahora no podía vacilar, ahora no podía asustarse, todo estaba ya pensado, decidido, aceptado. Sí, ahora se tornaba realidad, el sueño estaba a punto de ser real, y sólo había que dar un último paso.
            Sintió más deseos de vomitar, pero bebió otro sorbo de vino y comenzó a encontrarse mejor.


            Arturo se retiró pronto a sus habitaciones, se sentía un poco mareado, más bien tenía la sensación de que flotaba ligeramente, no se sentía nada pesado, estaba feliz. Al doblar por un pasillo, Ginebra apareció de pronto. Le sonreía de una manera cautivadora. La miró con más detenimiento, sí, su mujer sonreía con una extraña plenitud, le cogió de la mano y lo llevó por los pasillos, ella sí parecía flotar, riendo, le hizo entrar en una habitación, aquella no era la sala real, Ginebra estaba jugando. Estaba tan hermosa como el día en que la tomó como esposa, pero esta noche estaba más cálida, más viva. Empezó a besarle como nunca lo había hecho, sin duda el vino les había transformado, tendría que encargar más barriles. El vino, incluso le hacía tener visiones que exaltaban su excitación, veía la cara de Ginebra transformándose en la de Morgana por instantes, y ella no disminuía las caricias, no podía sentirse más feliz de lo que lo era en aquel momento. Dio gracias a los dioses que le protegían y tomó a aquella mujer voluptuosa sintiendo también la excitación de la culpa de soñar que estaba tomando a su hermana al mismo tiempo.




            Despertó. No sabía cuanto tiempo había pasado. La luna entraba por la ventana, miró hacia el lecho y descubrió una cabellera rubia cubriendo a medias un cuerpo desnudo, un cuerpo deseado y amado por él. Le acarició el cabello, sin saber aún que ocurría. Se sentía confuso, algo era anormal, acarició de nuevo su pelo intentando pensar, que se aclarara esa niebla. Ella despertó entonces, miró sus ojos de color caramelo… los ojos de Ginebra… ¿Ginebra tenía los ojos de color caramelo? Ginebra… Ginebra tenía el pelo… negro, ¿negro?...algo era extraño, anormal, algo no era como debía. El rostro gatuno y hermoso le sonreía. Su nombre llegó de un golpe. Morgana. La mujer desnuda que estaba a su lado era su hermana Morgana, algo iba mal, algo horrible estaba pasando… ¿por qué sonreía Morgana cuando él era incapaz de hablar?
            -Hemos engendrado un hijo hoy.
            Arturo la miraba sin creer aún lo que estaba sucediendo.
            -Un hijo que será un dios y gobernará después de ti. Nuestro hijo será el único heredero que tendrás. El oráculo se me mostró claramente, nuestra sangre debía enlazarse y así llegará un nuevo rey a Camelot que será como tú, un ser mítico al que recordaran infinitas generaciones. Ahora me marcharé para tenerlo en un lugar oculto, y volveré de nuevo con él en el momento oportuno para que ocupe tu lugar.
            -Morgana, tú no estás pronunciando estas palabras, esto es irreal, no está sucediendo.
            -Perdóname. No puedo evitarte el dolor. No hay en el mundo un hombre más digno que tú, y mi hijo sólo podía ser engendrado por ti. Aunque esto te repugne ahora al pensarlo, lo irás aceptando, como irás aceptando otras cosas que van a suceder. Arturo, tú no eres de este mundo, tú permaneces puro, la vida no te ha corrompido como les sucede al resto de los seres, a todos a tu alrededor. Me marcho, te evitaré la vergüenza de mi estado en la Corte y no puedo correr el riesgo de que alguien quiera acabar con su vida. Adiós, quiero que sepas que es un hijo engendrado con amor.


            Vio a Morgana vistiéndose y al poco salir por la puerta después de volverse a mirarle por última vez. Estaba sentado en la cama, paralizado, ensimismado. Ahora estaba seguro de que su hermana le había dicho la verdad, había en sus palabras tal determinación y sinceridad que habían despejado la niebla, la repulsión. Sólo habían dejado ternura. Amaba a Morgana aunque se lo había negado muchas veces, ahora ella se adelantaba haciendo algo descabellado, pero no podía culparla. Entendía sus motivos, sus anhelos, sentía una completa comprensión y cariño hacia ella. El tendría que seguir adelante, mantener todo, ser fuerte y seguir gobernando.
            Se marchó hacia sus habitaciones a esperar el nuevo día.






            Habían pasado unos meses desde la marcha de Morgana y Camelot era completamente distinto. Después de irse ella, un caballero de la Tabla Redonda acusó a Ginebra de adulterio, Lancelot había defendido su honor y dado muerte al calumniador pero ese fue el detonante para que ellos no pudiesen reprimir por más tiempo lo que sentían el uno por el otro y al fin habían huido. El príncipe francés, furioso por no obtener la mano de Morgana y no creyendo las explicaciones sobre su paradero, había declarado la guerra, algunos caballeros se le habían unido para vengar al que había muerto a manos de Lancelot, más tarde se unieron los demás, ahora todos pensaban que la acusación era verdadera, que el rey había permitido, aun a sabiendas del delito, que Lancelot le matara. Corrían en la Corte y el reino las más peregrinas y escabrosas historias para explicar la desaparición de Morgana, algunas la relacionaban con los amantes, otras incluso se atrevían a insinuar de que el rey la había asesinado, o Lancelot porque ella los habría descubierto y denunciado. Merlín se había refugiado en el bosque.



            Arturo se encontraba en la sala del trono, no tenía miedo, sólo estaba aguardando, algunas tropas le eran fieles y aún podía producirse un milagro. En realidad no lo esperaba, posiblemente moriría en la batalla pero no iba a morir con deshonor. Había comprendido, quizás por la cercanía de la muerte, que no se puede pretender mantener la felicidad eternamente, la desgracia y la felicidad se alternan, y el hombre debe mantener su dignidad en ambas situaciones, a eso aspiraba.
            De pronto Morgana entró en la sala y fue hacia él.
            -Arturo…
            -¿Por qué has venido? No debes estar aquí, márchate, corres peligro…
            -Eres tú quien debe marcharse, ahora mismo, la batalla es un suicidio. Podrás reclutar tropas más lejos y volver, Camelot volverá a ser gobernada por ti.
            -Camelot me ha abandonado. Todos lo han hecho. Intentaré parlamentar con los emisarios franceses, hacerles comprender el beneficio de la paz, intentaré pactar con ellos para que no haya sufrimiento en mi reino. Yo me sentía dueño de este reino, ya ves que era una mentira, ellos no me pertenecen en ningún modo, no puedo gobernar en sus cabezas ni en su corazón, casi ni siquiera les he hecho compartir mi sueño, pero no me siento traicionado o derrumbado, quizás yo estaba ciego. Les defenderé mientras mi brazo pueda levantar la espada, sigo siendo el rey de Camelot. Pero tú… debes marcharte, tus anhelos se han cumplido, debes ponerte a salvo y tener a nuestro hijo. Conseguiste tu sueño, es lo que deseabas, ahora debes mantenerlo, luchar por él, vamos márchate, ponte a salvo.
            -Mi sueño no es ése. No me has comprendido hermano, no sabes lo que quiero. Deseé este hijo en el mundo en que vivíamos porque dentro de aquella realidad era la mayor proeza, el triunfo sobre todo lo que me encadenaba, sobre todas las tradiciones y las obligaciones, era subir por un momento hasta lo más alto, igual que habías hecho tú encumbrándote al trono de Camelot. Era mi proeza, la que me equiparaba a ti, la que me convertía en tu igual, por eso, nuestro hijo sería un dios entre los hombres, un hijo engendrado por dos seres capaces de todo. Lo que no sabía hasta aquel momento es que lo deseaba por ti, no me di cuenta de que amaba profundamente al hombre, de que a pesar de los oráculos, del poder, de quien eres, bajo todo eso, no era más que una mujer enamorada que defiende su pasión contra todo.
            Yo no te he abandonado, no pienso irme, esperaré contigo y tu destino será mi destino, si consigues tu propósito de detener la guerra o ocurre algo milagroso que te permita ganar, instauraremos un nuevo orden, con leyes nuevas, un mundo nuevo en el que no será contra natura que nos queramos y conoceremos una felicidad que no ha sido aún descrita. Pero si el destino no permite que tal suceda, no seguiré viviendo sin ti. –se sentó en el trono de la reina y tomó una mano entre las suyas-  Estaré en mi lugar y aguardaré contigo.







            

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