5/20/2012

Acteón





         La mujer caminó por la playa, la arena ardía bajo el sol de la tarde. Arrastraba su larga túnica dibujando suaves ondas. No pensaba, trataba con esfuerzos desesperados de fundirse con aquellas cosas que por fin eran suyas. Abandonarse, dejar de existir, convertirse en la playa, en el mar, ser un grano de arena y al mismo tiempo, toda una isla. Se tendió soportando el calor que emanaba del suelo. ¿Por qué no lo conseguía? Según había leído su mente era poderosa, ¿Cómo no lograba su mente convertirla en lo que tanto ansiaba?
         Escuchó unos pasos y se volvió. El hombre caminaba lentamente hacia ella. En su rostro serio se veían la frustración y el dolor. En el corazón de la mujer hubo una contracción, como una arcada de desdén.
         -Llamaron del hospital. Ha muerto.
         No esperó que ella se moviera o dijera una palabra. No lo habría hecho. Se volvió y lentamente se alejó de ella.

         La mujer ya no podía controlar su pensamiento, no quería pensar en nada y para evitarlo, se desnudó y se sumergió en las aguas del océano. Allí recobró la serenidad, de nuevo pensaba en fundirse con el mar, ser una gotita cristalina entre un millón de gotitas cristalinas, y ser al mismo tiempo, el mar, pleno, el mar de su isla, el mar, la palabra mar, sería algo infinito, y permanecer siempre igual, no existiría el tiempo ni las personas, ella sería el espacio, el mar, la playa, la isla, el aire, el mundo. Sola, sola para siempre.




         El hombre de la barba llegó a la casa y se dispuso a partir. Pensaba en la mujer, ¿sufría en silencio o realmente no le importaba nada? Era tan distinta… y él únicamente podía resolver el tema con el hospital y volver todo a la normalidad, seguir adelante… pensar que no había pasado nada…  seguir dentro de aquel círculo en el que había vivido los dos últimos años. Sólo era un trabajo… dos años y apenas había cruzado unas cuantas frases con ella. Era muy extraña… y era impensable… era una idea ridícula intentar sonsacarle una confesión.




         Hacía una mañana soleada el día que Alberto llegó. Era fascinante, una oportunidad única en su vida de gigoló, ejercer en exclusiva nada menos que en una isla.





         La mujer reposaba en un diván forrado de seda, la habitación estaba en penumbra, sonaba una melodía de Chopin y se escuchaba también el mar. Pensó que era una situación idílica, en realidad se había rodeado de situaciones idílicas, de decorados perfectos, que acariciaran los sentidos uno a uno, o varios a la vez, aunque predominaban los dedicados al tacto, la suavidad era una de sus obsesiones. Antes pensaba que quizás fuera esquizofrénica, o que se estuviera volviendo loca, ahora ya no, ahora no pensaba, se limitaba a vivir, a que sus sentidos estuvieran siempre satisfechos, como fuera. El dinero no la preocupaba, había hasta aborrecerlo, y con dinero se lograba todo, la música deliciosa, los decorados, las sedas y los terciopelos, la comida sutil, la única que podía comer, la isla, el mar, hasta el mar lo había comprado su dinero… y los hombres, también había comprado hombres, lo último que necesitaban sus sentidos. No, aunque lo quisiera, no era lo último que exigía su cuerpo, a veces era lo primero… lo único.



         El hombre de la barba hacía tiempo que había cumplido la treintena y a veces empezaba a sentirse cansado y mayor. Ahora viajaba con aquel joven, Alberto, en el barco. Era hermoso y fuerte, a ella le gustaría. Igual que el otro, también le había gustado el otro cuando llegó… si algo le ocurriera a Alberto… ¿No tendría también él culpa por haberlo llevado allí? Le miró. El muchacho sonreía soñando, seguramente, con su nueva vida.



         La casa le pareció enorme, allí podían vivir decenas de personas cómodamente. Sus habitaciones, aunque pertenecían a la casa, eran independientes. Una única puerta daba al exterior, no se comunicaban con ninguna otra estancia. Le servían la comida allí, a él solo, nunca había comido con ella o con Frank. A veces le exasperaba que le mantuvieran apartado de ese modo, llevaba en la isla un mes y sólo había visto a la mujer unas cuantas veces, siempre de noche. El pensaba que quería un jovencito para tener cerca, que calmara sus instintos de mujer y de madre al mismo tiempo, como ya le había pasado. En vez de eso se había encontrado con una mujer muy joven, que quería verlo muy pocas veces y únicamente para hacer el amor.



         La mujer salió aquella mañana a cabalgar, tenía una hermosa colección de caballos, todos negros, muy parecidos, aunque prefería a uno especialmente. Le había llamado Hermes en honor de su dios favorito de los quince años, cuando  decidió abandonar la religión que le habían enseñado siendo una niña. Estudió otras… pero adolecían de los mismos errores, y desencantada, descubrió la belleza y poesía que habitaba en la mitología griega. A partir de entonces decidió que seguiría algunas de sus costumbres y vestiría como ellos cuando pudiera. Otra cosa que decidió fue que Dios no existía.
         Galopaba sin silla, tenía que sentir vibrar al caballo bajo su piel, tenía que ser parte del caballo, compartir su esfuerzo y correr con él, correr cada vez más veloz.
         Corrió por la playa y se bañaron juntos, después regresó a casa con la túnica blanca empapada, a lomos de Hermes. Bajó de un salto. Frank salía de su despacho.
         -¡Quiero verlo ahora!



         Alberto obedeció extrañado la orden, nunca había ido siendo de día. Entró en la habitación. Habían corrido las cortinas de espeso terciopelo negro, en la habitación había una suave penumbra que permitía ver la decoración, algo que nunca había distinguido por la noche, lo que se debía a una poderosa razón, casi absolutamente todos los objetos de la sala eran negros. La cama, esplendorosa, inmensamente grande, parecía de madera negra, tenía cuatro columnas labradas y un dosel. La colcha, la había sentido algunas veces, era una soberbia pieza de visón negro que llegaba hasta el suelo, forrado con la misma piel. El papel en los muros tenía ondulaciones doradas, no había cuadros en las paredes. Vio al fondo una peinadora de la misma madera y se imaginó a la dueña de aquella extraña habitación peinando sus largos cabellos. No había sentido hasta entonces belleza en lo que hacía pero ahora, su imaginación perfilaba imágenes incoherentes pero hermosas y dulces de ellos dos en la habitación y en la isla.

         La mujer vestía su mejor túnica blanca, tenía suaves encajes que cosquilleaban sus muñecas y sus pies desnudos. Esta vez había sido muy fuerte, en realidad, cada vez que montaba a Hermes, su deseo crecía hasta límites increíbles, casi no había podido soportar el agua antes de su encuentro con el muchacho. Le deleitaba pensar que su Hermes era el causante aunque, obviamente, no podía hacer el amor con él.
         Aquella noche Alberto se detuvo más que nunca en las caricias, y ella estaba tan hermosa, parecía tan humana, por primera vez se estaba acercando a él.



         Ella lo mandó venir muchas veces aquella semana, y en momentos de placer infinito lo llamaba Hermes. En la penumbra, sus ojos semicerrados podían alargar su cuerpo, volverlo de una negrura grandiosa, hacer aparecer crines donde sólo había suaves rizos. Y cuando cabalgaba a lomos del auténtico también recordaba al muchacho, pensó alguna vez que quizás era otro eslabón, como la isla, como la suavidad, como Hermes, como el océano… de su recorrido y permanencia en el placer, o en esa búsqueda del placer absoluto y eterno.



         Alberto también recordaba todos aquellos momentos. Con qué pasión la tomaba ahora, con qué angustia se separaba de ella, cómo adoraba ya su cuerpo, de una suavidad imposible, tan fresco, impregnado de suaves esencias, dorado por sus frecuentes baños… Ella era tan hermosa, su cuerpo estaba acoplado a una figura de arte, a una escultura delgada, flexible y maravillosa.



         Se levantó con la necesidad de estar a su lado. Intentó encontrarla por la playa, que tenía que conseguir verla y hablarle. La vio cabalgando por la arena en dirección a él. Venía deprisa, su túnica eblouisante se llenaba de viento, como su cabellera negra y suelta.
         El rostro de ella se torció en una mueca de disgusto y extrañeza, siguió galopando más fuerte, sin mirarlo. Al pasar a su lado Alberto le gritó.
         -¡Quería verte!



         Aquella noche ella pensó mucho en él. Había desobedecido… él sabía que no podía estar allí… pero…  quería verla. Quizás el muchacho podía… ser como Hermes. Quedarse. Quedarse allí a formar parte de la casa y de la isla… de su… decorado.
         Al día siguiente lo llevó a su paseo. Cabalgaron un rato por los prados, bajaron a la playa e hicieron el amor. Alberto no pensaba en lo extraño del cambio, sólo en que se sentía feliz a su lado, en que ella comenzaba a sentir algo por él.
         Tumbados en la arena, siguió acariciando su pelo, intentando que tomaran forma en su mente todas las preguntas que quería hacerle y lograr que ella le hablara. Empezó. Las palabras comenzaron a surgir, tímidas, las frases deshilvanadas fueron poco a poco tejiéndose por sí solas, intentando expresar lo que sentía. Y en otro momento, abriéndose paso como la luz, la voz de ella, saliendo de la espesura en tinieblas.

         - …leía mucho, siempre me recuerdo leyendo… era una niña alegre y somnolienta a la vez, soñaba… no quise enfrentarme a la vida, la odiaba, odiaba la vida que me estaba destinada… quería ser feliz, busqué mi felicidad… él apareció… tenía mucho dinero y me dejaba sola siempre que yo quería… cada vez más, cada vez más a menudo necesitaba estar sola… No sé si se suicidó, fue extraño… me refugié aquí, en la naturaleza, aquí me siento feliz… he creado un mundo de placer… aunque a veces pienso que es como un espejo, como un sueño… tengo miedo de darme cuenta de que vivo en un sueño y que despertaré de pronto algún día.

         Miró a Alberto con extrañeza. Montó en Hermes y se alejó.

         Aquella noche no pudo dormir. Lo había desvelado. Algo inimaginable, había profanado sus secretos, le había contado sus más íntimos recelos. Nacía en ella un odio desmesurado hacia aquel mortal.




         Alberto estaba como loco, la quería desesperadamente, y ella por fin le había hablado, ahora era ya un poco suya. Se levantó de la cama y fue a buscarla por la casa, tenía que encontrarla y abrazarla de nuevo, con más fuerza. Entró en el dormitorio y la vio, de pie, frente al ventanal. Se movió para que él no la tocara y vio claramente en sus ojos el desprecio, el horror, el asco… Alberto no comprendía… abrió los ojos desmesuradamente, algo abominable, espantoso estaba ocurriendo. Se arrojó al suelo y se abrazó a sus tobillos, frotó su cara en la túnica de nieve, gimió, lloró, suplicó en vano mientras notaba crecer en ella la cólera.
         -¡Vete! No te atrevas a tocarme, maldito seas, vete, no puedo soportar verte ni oírte, márchate de aquí. No quiero verte nunca más.
         Alberto seguía llorando, alzó la cara para mirarla y consiguió preguntarle en un quejido.
         - … ¿por qué?... ¿qué he hecho?
         Ella lo miró rabiosa.
         -¿Cómo te atreviste a preguntarme?
         Alberto se levantó lentamente, habían parado las lágrimas pero su rostro seguía mostrando la incredulidad y la confusión, se limpió la cara con el dorso de la mano.
         -No comprendí… esa pintura de la entrada. Hasta ahora no tenía sentido… ese cazador al que devoran sus perros, ¿quién es ella, la que está desnuda en el agua?... creo que eres tú.
         La voz de nuevo llena de desprecio le hirió en lo más profundo.
         -Es Artemisa. Una diosa griega, el cazador se llamaba Acteón, era un imbécil… ¡Vete, no quiero verte más! Frank te pagará y te llevará al puerto.



         Frank lo encontró. Se había tirado desde una ventana. Estaba muerto, de nuevo, la misma pesadilla…
         Ella salió como cada mañana a cabalgar. Se encontraron un momento.
         -Qué debo hacer?
         -Contrata a otro. Busca… y no pienses. Tu preocupación es inútil.




         La mujer caminó por la playa, la arena ardía bajo el sol de la tarde. Arrastraba su larga túnica, dibujando suaves ondas, no pensaba, trataba con esfuerzos desesperados de fundirse con aquellas cosas que por fin eran suyas.

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