La mujer caminó por la
playa, la arena ardía bajo el sol de la tarde. Arrastraba su larga túnica
dibujando suaves ondas. No pensaba, trataba con esfuerzos desesperados de
fundirse con aquellas cosas que por fin eran suyas. Abandonarse, dejar de existir,
convertirse en la playa, en el mar, ser un grano de arena y al mismo tiempo,
toda una isla. Se tendió soportando el calor que emanaba del suelo. ¿Por qué no
lo conseguía? Según había leído su mente era poderosa, ¿Cómo no lograba su
mente convertirla en lo que tanto ansiaba?
Escuchó unos pasos y se
volvió. El hombre caminaba lentamente hacia ella. En su rostro serio se veían
la frustración y el dolor. En el corazón de la mujer hubo una contracción, como
una arcada de desdén.
-Llamaron del hospital.
Ha muerto.
No esperó que ella se
moviera o dijera una palabra. No lo habría hecho. Se volvió y lentamente se
alejó de ella.
La mujer ya no podía
controlar su pensamiento, no quería pensar en nada y para evitarlo, se desnudó
y se sumergió en las aguas del océano. Allí recobró la serenidad, de nuevo
pensaba en fundirse con el mar, ser una gotita cristalina entre un millón de
gotitas cristalinas, y ser al mismo tiempo, el mar, pleno, el mar de su isla,
el mar, la palabra mar, sería algo infinito, y permanecer siempre igual, no
existiría el tiempo ni las personas, ella sería el espacio, el mar, la playa,
la isla, el aire, el mundo. Sola, sola para siempre.
El hombre de la barba
llegó a la casa y se dispuso a partir. Pensaba en la mujer, ¿sufría en silencio
o realmente no le importaba nada? Era tan distinta… y él únicamente podía
resolver el tema con el hospital y volver todo a la normalidad, seguir
adelante… pensar que no había pasado nada…
seguir dentro de aquel círculo en el que había vivido los dos últimos
años. Sólo era un trabajo… dos años y apenas había cruzado unas cuantas frases
con ella. Era muy extraña… y era impensable… era una idea ridícula intentar
sonsacarle una confesión.
Hacía una mañana soleada
el día que Alberto llegó. Era fascinante, una oportunidad única en su vida de
gigoló, ejercer en exclusiva nada menos que en una isla.
La mujer reposaba en un
diván forrado de seda, la habitación estaba en penumbra, sonaba una melodía de
Chopin y se escuchaba también el mar. Pensó que era una situación idílica, en
realidad se había rodeado de situaciones idílicas, de decorados perfectos, que
acariciaran los sentidos uno a uno, o varios a la vez, aunque predominaban los
dedicados al tacto, la suavidad era una de sus obsesiones. Antes pensaba que quizás
fuera esquizofrénica, o que se estuviera volviendo loca, ahora ya no, ahora no
pensaba, se limitaba a vivir, a que sus sentidos estuvieran siempre
satisfechos, como fuera. El dinero no la preocupaba, había hasta aborrecerlo, y
con dinero se lograba todo, la música deliciosa, los decorados, las sedas y los
terciopelos, la comida sutil, la única que podía comer, la isla, el mar, hasta
el mar lo había comprado su dinero… y los hombres, también había comprado
hombres, lo último que necesitaban sus sentidos. No, aunque lo quisiera, no era
lo último que exigía su cuerpo, a veces era lo primero… lo único.
El hombre de la barba
hacía tiempo que había cumplido la treintena y a veces empezaba a sentirse
cansado y mayor. Ahora viajaba con aquel joven, Alberto, en el barco. Era
hermoso y fuerte, a ella le gustaría. Igual que el otro, también le había
gustado el otro cuando llegó… si algo le ocurriera a Alberto… ¿No tendría
también él culpa por haberlo llevado allí? Le miró. El muchacho sonreía
soñando, seguramente, con su nueva vida.
La casa le pareció
enorme, allí podían vivir decenas de personas cómodamente. Sus habitaciones,
aunque pertenecían a la casa, eran independientes. Una única puerta daba al
exterior, no se comunicaban con ninguna otra estancia. Le servían la comida
allí, a él solo, nunca había comido con ella o con Frank. A veces le exasperaba
que le mantuvieran apartado de ese modo, llevaba en la isla un mes y sólo había
visto a la mujer unas cuantas veces, siempre de noche. El pensaba que quería un
jovencito para tener cerca, que calmara sus instintos de mujer y de madre al
mismo tiempo, como ya le había pasado. En vez de eso se había encontrado con
una mujer muy joven, que quería verlo muy pocas veces y únicamente para hacer
el amor.
La mujer salió aquella
mañana a cabalgar, tenía una hermosa colección de caballos, todos negros, muy
parecidos, aunque prefería a uno especialmente. Le había llamado Hermes en
honor de su dios favorito de los quince años, cuando decidió abandonar la religión que le habían
enseñado siendo una niña. Estudió otras… pero adolecían de los mismos errores,
y desencantada, descubrió la belleza y poesía que habitaba en la mitología
griega. A partir de entonces decidió que seguiría algunas de sus costumbres y
vestiría como ellos cuando pudiera. Otra cosa que decidió fue que Dios no
existía.
Galopaba sin silla, tenía
que sentir vibrar al caballo bajo su piel, tenía que ser parte del caballo,
compartir su esfuerzo y correr con él, correr cada vez más veloz.
Corrió por la playa y se
bañaron juntos, después regresó a casa con la túnica blanca empapada, a lomos
de Hermes. Bajó de un salto. Frank salía de su despacho.
-¡Quiero verlo ahora!
Alberto obedeció
extrañado la orden, nunca había ido siendo de día. Entró en la habitación.
Habían corrido las cortinas de espeso terciopelo negro, en la habitación había
una suave penumbra que permitía ver la decoración, algo que nunca había
distinguido por la noche, lo que se debía a una poderosa razón, casi
absolutamente todos los objetos de la sala eran negros. La cama, esplendorosa,
inmensamente grande, parecía de madera negra, tenía cuatro columnas labradas y
un dosel. La colcha, la había sentido algunas veces, era una soberbia pieza de
visón negro que llegaba hasta el suelo, forrado con la misma piel. El papel en
los muros tenía ondulaciones doradas, no había cuadros en las paredes. Vio al
fondo una peinadora de la misma madera y se imaginó a la dueña de aquella
extraña habitación peinando sus largos cabellos. No había sentido hasta entonces
belleza en lo que hacía pero ahora, su imaginación perfilaba imágenes
incoherentes pero hermosas y dulces de ellos dos en la habitación y en la isla.
La mujer vestía su mejor
túnica blanca, tenía suaves encajes que cosquilleaban sus muñecas y sus pies
desnudos. Esta vez había sido muy fuerte, en realidad, cada vez que montaba a
Hermes, su deseo crecía hasta límites increíbles, casi no había podido soportar
el agua antes de su encuentro con el muchacho. Le deleitaba pensar que su
Hermes era el causante aunque, obviamente, no podía hacer el amor con él.
Aquella noche Alberto se
detuvo más que nunca en las caricias, y ella estaba tan hermosa, parecía tan
humana, por primera vez se estaba acercando a él.
Ella lo mandó venir
muchas veces aquella semana, y en momentos de placer infinito lo llamaba
Hermes. En la penumbra, sus ojos semicerrados podían alargar su cuerpo,
volverlo de una negrura grandiosa, hacer aparecer crines donde sólo había
suaves rizos. Y cuando cabalgaba a lomos del auténtico también recordaba al
muchacho, pensó alguna vez que quizás era otro eslabón, como la isla, como la
suavidad, como Hermes, como el océano… de su recorrido y permanencia en el
placer, o en esa búsqueda del placer absoluto y eterno.
Alberto también recordaba
todos aquellos momentos. Con qué pasión la tomaba ahora, con qué angustia se
separaba de ella, cómo adoraba ya su cuerpo, de una suavidad imposible, tan
fresco, impregnado de suaves esencias, dorado por sus frecuentes baños… Ella
era tan hermosa, su cuerpo estaba acoplado a una figura de arte, a una
escultura delgada, flexible y maravillosa.
Se levantó con la
necesidad de estar a su lado. Intentó encontrarla por la playa, que tenía que
conseguir verla y hablarle. La vio cabalgando por la arena en dirección a él.
Venía deprisa, su túnica eblouisante se llenaba de viento, como su cabellera
negra y suelta.
El rostro de ella se
torció en una mueca de disgusto y extrañeza, siguió galopando más fuerte, sin
mirarlo. Al pasar a su lado Alberto le gritó.
-¡Quería verte!
Aquella noche ella pensó
mucho en él. Había desobedecido… él sabía que no podía estar allí… pero… quería verla. Quizás el muchacho podía… ser
como Hermes. Quedarse. Quedarse allí a formar parte de la casa y de la isla… de
su… decorado.
Al día siguiente lo llevó
a su paseo. Cabalgaron un rato por los prados, bajaron a la playa e hicieron el
amor. Alberto no pensaba en lo extraño del cambio, sólo en que se sentía feliz
a su lado, en que ella comenzaba a sentir algo por él.
Tumbados en la arena, siguió
acariciando su pelo, intentando que tomaran forma en su mente todas las
preguntas que quería hacerle y lograr que ella le hablara. Empezó. Las palabras
comenzaron a surgir, tímidas, las frases deshilvanadas fueron poco a poco
tejiéndose por sí solas, intentando expresar lo que sentía. Y en otro momento,
abriéndose paso como la luz, la voz de ella, saliendo de la espesura en
tinieblas.
- …leía mucho, siempre me
recuerdo leyendo… era una niña alegre y somnolienta a la vez, soñaba… no quise
enfrentarme a la vida, la odiaba, odiaba la vida que me estaba destinada…
quería ser feliz, busqué mi felicidad… él apareció… tenía mucho dinero y me
dejaba sola siempre que yo quería… cada vez más, cada vez más a menudo
necesitaba estar sola… No sé si se suicidó, fue extraño… me refugié aquí, en la
naturaleza, aquí me siento feliz… he creado un mundo de placer… aunque a veces
pienso que es como un espejo, como un sueño… tengo miedo de darme cuenta de que
vivo en un sueño y que despertaré de pronto algún día.
Miró a Alberto con
extrañeza. Montó en Hermes y se alejó.
Aquella noche no pudo
dormir. Lo había desvelado. Algo inimaginable, había profanado sus secretos, le
había contado sus más íntimos recelos. Nacía en ella un odio desmesurado hacia
aquel mortal.
Alberto estaba como loco,
la quería desesperadamente, y ella por fin le había hablado, ahora era ya un
poco suya. Se levantó de la cama y fue a buscarla por la casa, tenía que
encontrarla y abrazarla de nuevo, con más fuerza. Entró en el dormitorio y la
vio, de pie, frente al ventanal. Se movió para que él no la tocara y vio
claramente en sus ojos el desprecio, el horror, el asco… Alberto no comprendía…
abrió los ojos desmesuradamente, algo abominable, espantoso estaba ocurriendo.
Se arrojó al suelo y se abrazó a sus tobillos, frotó su cara en la túnica de
nieve, gimió, lloró, suplicó en vano mientras notaba crecer en ella la cólera.
-¡Vete! No te atrevas a
tocarme, maldito seas, vete, no puedo soportar verte ni oírte, márchate de
aquí. No quiero verte nunca más.
Alberto seguía llorando,
alzó la cara para mirarla y consiguió preguntarle en un quejido.
- … ¿por qué?... ¿qué he
hecho?
Ella lo miró rabiosa.
-¿Cómo te atreviste a
preguntarme?
Alberto se levantó
lentamente, habían parado las lágrimas pero su rostro seguía mostrando la
incredulidad y la confusión, se limpió la cara con el dorso de la mano.
-No comprendí… esa
pintura de la entrada. Hasta ahora no tenía sentido… ese cazador al que devoran
sus perros, ¿quién es ella, la que está desnuda en el agua?... creo que eres
tú.
La voz de nuevo llena de
desprecio le hirió en lo más profundo.
-Es Artemisa. Una diosa
griega, el cazador se llamaba Acteón, era un imbécil… ¡Vete, no quiero verte
más! Frank te pagará y te llevará al puerto.
Frank lo encontró. Se
había tirado desde una ventana. Estaba muerto, de nuevo, la misma pesadilla…
Ella salió como cada
mañana a cabalgar. Se encontraron un momento.
-Qué debo hacer?
-Contrata a otro. Busca…
y no pienses. Tu preocupación es inútil.
La mujer caminó por la
playa, la arena ardía bajo el sol de la tarde. Arrastraba su larga túnica,
dibujando suaves ondas, no pensaba, trataba con esfuerzos desesperados de
fundirse con aquellas cosas que por fin eran suyas.
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