5/25/2012

Arturo


                                                                                  Para Luis, que también creó un reino, y con la generosidad heredada de los reyes míticos, nos sentó a su mesa y nos hizo sentir su Corte en fantásticos banquetes. Nada de lo que suceda en el mundo, nada, podrá borrar el brillo de aquellos días.

            Luis quería ser un mago de cuento, un día le llamé para decirle que tenía la historia y todos los personajes pero que él en ningún modo era El Mago, él era Arturo de Camelot.







                                                                      Arturo 



            “Estemos donde estemos, seamos quienes seamos, sean nuestros deseos y ambiciones diferentes, e igualmente distintos los motivos que nos incitan a vivir y a elegir nuestros destinos, siempre estamos solos. Solos con nuestros pensamientos.”





Morgana.
            La noche era muy fría. Al soplar el viento helado por la humedad gemían los árboles a ambos lados del camino. En algunos tramos se acercaban tanto que apenas permitían el paso a caballo y jinete, sin embargo el azote de las ramas no disminuían la decisión y el ímpetu de éste, si acaso aumentaban el vértigo de su carrera. La muchacha, que se dirigía hacia la choza del mago Gandalf, no sentía en aquel momento el frío, el viento o las hojas, había pasado mucho tiempo pensando hasta convencerse de que ésta era la única opción posible. Ahora que sabía lo que iba a hacer, sus sentidos no percibían, sólo estaban esperando el momento del reencuentro, sabía que no iba a ser agradable. Estaba segura que Gandalf accedería a sus deseos, porque ella iba a darle algo que el Mago había deseado siempre. Sólo tendría que convencerlo de que esta vez estaba diciendo la verdad.

            Morgana había contribuido generosamente a la expulsión de la corte de Gandalf. Ella, como nadie, algo que por otra parte consideraba meritorio, había derramado mucho veneno en los oídos de su hermano para alejar al Mago. En aquellos momentos era contrario a sus intereses. Gandalf debía entenderlo, él había subsistido en la Corte muchos años, sabía perfectamente como se actuaba, como se permanecía allí. Había cometido errores, se creyó muy valioso para el rey y su confianza en sí mismo le perdió. Ahora le necesitaba. En fin, podía poner un precio, Morgana estaba dispuesta a pagar.

            A lo lejos intuyó la choza en la penumbra, a un lado del camino por una débil columna de humo grisáceo. Desmontó y ató el caballo, el diminuto empedrado estaba casi destruido. Desde luego Gandalf no estaba viviendo sus mejores tiempos. La puerta crujió y notó la bofetada de calor impregnada de olores que la hicieron encoger la nariz una fracción de segundo. Vio a Gandalf mirarla con sorpresa y aparecer la ira en sus ojos a la vez que se acercaba a ella.
            -Buenas noches Mago.
            No se cubrió cuando él descargó su mano sobre ella, tenía que dejarle desahogarse un poco, aunque no había calculado su fuerza. Se vio arrojada al suelo y se golpeó en la caída con una mesa. Quizás no había sido una buena idea, nadie sabía que estaba allí. Gandalf se acercó de nuevo, la levantó del suelo agarrándole la capa a la altura del cuello y aproximó su cara a la de él.
            -Maldita bruja, hija de una puerca, ¿qué haces aquí?
            -He venido a traerte buenas noticias. –tosió y se llevó la mano a un costado- Hoy ha cambiado tu destino.
            El Mago la cogió por el pelo y volvió a acercar su cara a la suya, investigó el fondo de sus ojos de color caramelo.
            -Podría matarte en una fracción de segundo, y te aseguro que me agradaría, si no fuera porque tu presencia me repugna.
            -Lo que vengo a decirte es breve. Necesito un bebedizo. No he alcanzado el grado de sabiduría que tu posees. Por mucho que lo intento la fórmula se escapa de mis manos una y otra vez. El tiempo se agota y necesito esa pócima. Ahora la suerte de los dos corre paralela, ¿por qué no aprovecharla Gandalf?, ya sabes que he venido sin siervos, estoy a tu merced. No lo hubiera hecho si no supiera que eres un hombre sabio. Pero la decisión queda en tus manos… si tanto te repugna mi presencia, quizá no puedas…

            El Mago seguía mirándola, con las caras pegadas, Morgana percibía claramente el olor del hombre como principal nota del resto que impregnaba la casa, intentó excluir de su cabeza ese sentido y se maldijo por haberlo tenido siempre tan acusado.

            -¿Y cómo no se lo has pedido a tu buen amigo Merlín?
            -Estoy aquí. Los días de Merlín empiezan a languidecer.

            Le soltó el pelo alejándola de él con un ademán de su brazo. No había desaparecido la ira de sus ojos, pero en ningún momento había percibido repugnancia. Bien, Gandalf había reaccionado como ella esperara. Ahora tendría que empezar a pagar.

            El mago descorrió una cortina mugrienta en un rincón dejando ver algo parecido a un camastro en el suelo, cubierto de mantas, al parecer del mismo tejido y estado de descomposición  y suciedad que la cortina que los ocultaba.
            -Desnúdate.







Ginebra.
            En el horizonte comenzaban a verse hebras de color violeta, Ginebra respiraba llenando el pecho del aire nocturno, frío pero puro. La reina no dormía bien últimamente. Miró hacia Arturo en el lecho, envidiaba su sueño reparador. A la mañana siguiente sería, como cada día más difícil, disimular sus ojeras, del color del día que despuntaba.
            En aquel momento entraba al patio el caballo de Morgana. La maldita bruja vendría de buscar sus hierbas, o de practicar repugnantes ritos para emparentarse con el Diablo. Aunque fuera su hermana, no podía comprender cómo Arturo no vía la maldad y el desastre en aquella criatura. Dudaba de que fuera hermana realmente del rey, Morgana tenía por fuerza que ser un engendro del Mal.
            Al menos daba gracias que Lancelot no estaba en el punto de mira de la hechicera. Lancelot… todo lo puro y hermoso de la tierra se resumía en Lancelot: el valor, el honor, la bondad, la gracia, la lealtad… algo crepitó en el pecho de la reina, respiró de nuevo hondamente… si tenía que existir Lancelot al tiempo que Arturo, hubiera podido ser su hijo. Ella hubiera podido quererle hasta dar la vida por él, sin que ello fuera extravío.




Arturo.
            Arturo y Lancelot despertaron a un tiempo en sus lechos, ambos también a la vez, con un ligero sofoco, el que provoca esos sueños extraños que no recordamos bien, pero que sabemos que son contrarios a lo que consideramos bueno y recto, sueños perniciosos, que nos embargan de fantástica lujuria y de sentimientos de culpa. Ambos recordaban haber soñado con mujeres equivocadas, envueltas en historias mágicas y extrañas, sin poder precisar mucho más lo que había ocurrido en ellos, y por es mismo motivo, era mayor aún el sentimiento de placer y de culpa.

            Morgana, pensaba Arturo, vivía por y para él, la ternura y el cariño que le demostraba su hermana constantemente le hacían vacilar siempre que se trataba el tema de su boda. Ella era una buena baza para conseguir una alianza importante, pero no tenía valor para separarla de él. Morgana sufriría tanto lejos de Camelot y de Arturo que la pena la consumiría. Y él, acaso podría él vivir lejos de Morgana, sin ver su sonrisa cada mañana, sin sentirse arropado por su cariño maternal y espontáneo.
            Amaba a su esposa. Ginebra tenía las cualidades de una reina, había nacido y sido educada para ello. Admiraba el control de sus emociones, su carácter imperial y magnánimo a un tiempo, cómo gobernaba el palacio, cómo había conseguido infundir una mezcla de devoción y respeto no exento de temor a los sirvientes. Y no sólo a los sirvientes, había visto ponerse nerviosos en presencia de su esposa a altos dignatarios de otros países, incluso a príncipes. Delante de Ginebra las personas medían mucho sus palabras y sus acciones, pero no podía dejar de pensar que su piel estaba recubierta de una fina capa de hielo.
            Morgana en cambio era cálida, tremendamente llena de vida, su risa fácil inundaba a menudo las habitaciones. Ninguna otra mujer de la Corte podía competir con su inteligencia y cultura, ni muchos hombres, y no por ello perdía ni un ápice su encanto femenino, ni su atracción. Era muy hermosa y muy deseable.

            Había pasado una semana y no conseguía olvidar lo que había ocurrido en su habitación. Una tarde la había sorprendido entrando de pronto para contarle alguna cosa, y Morgana, que salía de su baño, se quedó paralizada mirándole. Sus mejillas se habían llenado de color, y él… él no conseguía apartar los ojos de sus cuerpo, de los chispazos del sol en las gotitas que cubrían sus senos, su vientre…
            Tenía que conseguir borrar de su cabeza esa imagen.




Lancelot.
            Lancelot no albergaba ninguna duda respecto a sus sentimientos por la reina, ya no. Había estado incluso enfermo de fiebres para poderse confesar a sí mismo cuánto y cómo la amaba, tanto que le dolía el cuerpo si ella se acercaba demasiado o le miraba. Sin embargo la naturaleza le había dotado de la fuerza necesaria para que su amor fuera tan inmenso como casto y consiguiera pasar desapercibido para todos. Si bien eso era estando despierto, cuando dormía no podía reprimir los sueños, cada vez menos castos y por los cuales se maldecía cada mañana. La reina podía ser amada por él, eso no era mancha alguna para los dos. Ella era inalcanzable, él lo sabía. Aunque en los sueños no podía dominarse, temía hablar en ellos y ser escuchado por alguien, y éstos cada vez iban un poco más lejos, esa noche él la abrazaba en el lecho de Arturo y entraba en ella, cuando despertó vio en las sábanas que había consumado su placer en la imagen incorpórea de Ginebra, y esto le llenó de horror. Se llevó las manos a la cabeza y lloró.








            En el baño, que rezumaba espuma, se sintió de nuevo protegida, en casa. Los planes se habían cumplido. Mientras frotaba enérgicamente su cuerpo recordaba cuánto los había meditado, hasta casi la extenuación. No era sencillo, no sólo actuaba ella, tenía que suponer lo más acertadamente los movimientos de los demás. Era como una gran partida de ajedrez en un tablero gigantesco. Pero había ganado esta jugada. Los hombres se movían en base a dos estímulos: alcanzar más poder y satisfacer sus deseos. Era sencillo, por tanto, conseguir cosas de ellos, si se era lo bastante sutil como para hacerles creer que habían deseado lo que se les prometía y que lo obtenían por sus propios medios.
            Aunque tenía que hacer una objeción al respecto de su hermano. Arturo también se movía para obtener más poder, pero en él era natural gobernar, tener ascendencia sobre los demás. El pueblo le amaba en una mezcla de admiración y lealtad, nunca los había traicionado, el ejército le respetaba, nunca había abandonado a los soldados en una batalla por dura o perdida que pareciese. Arturo generaba en las personas un amor espontáneo, limpio e inagotable. Los miembros de la Corte de la Tabla Redonda intrigaban para que el rey les prefiriera, no era cuestión de enriquecerse, la influencia sobre el rey, su aprobación, era la recompensa buscada.
            Desde niña, Morgana había escuchado en palacio cuánto le permitían sus ágiles piernas y sus receptivos oídos. Sabía cuántas cosas estaban en juego, su propia vida sin ir más lejos. Todos intrigaban. El viejo Merlín, el principal consejero, tenía mucho ascendiente sobre el rey, y conforme se iba haciendo más viejo, sus objetivos eran más recónditos y oscuros. O Ginebra, la serpiente, haciendo creer a todos que era una vestal de hielo, cuando dentro de su piel ardían pasiones ilícitas que por el momento se negaba, sintiéndose como una diosa por ello. Morgana estaba segura que los remordimientos la carcomían y no se le ocurría otro motivo para ello.
            O los caballeros de la Tabla Redonda, bravos luchadores pero mediocres como personas, persiguiendo alternativamente ser considerados el mejor servidor del rey. De todos, Lancelot era el que menos buscaba el reconocimiento. Sus pensamientos o sentimientos eran difíciles de adivinar. Hablaba muy poco y con cautela, las misma que despreciaba en las batallas. Su valor y lealtad hacia Arturo, al que protegía con riesgo de su vida, le habían hecho ganar una predilección tan sutil de parte del rey que no había despertado las envidias de los demás caballeros.
            El horóscopo no dejaba lugar a dudas, todas las predicciones, hechas por todos los medios que conocía, le decían lo mismo, tenía que aprovechar el momento, este no se iba a presentar nunca jamás. Era ahora, o acabar para siempre con todos sus sueños. Morgana no vivía en paz desde que lo descubrió hacía unos meses. Si dejaba que se escapara, si dejaba pasar la vida y que esta marchara sola a su cauce, sin intervenir, sin involucrarse, la vida la dejaría de lado, ella no sería nada, nadie la recordaría por nada, su vida sólo sería un maldito devenir con algún pretendiente que le hubiera gustado mas a su hermano, del que tendría unos hijos grises que tampoco dejarían su huella en ninguna parte. Morgana sabía a que estaba destinada, lo supo antes de que aprendiera a hablar, ella no era nada, una moneda de cambio apenas, una figurilla que desaparecería sin haber entendido que existía. Pero se rebeló contra su destino. Había trasgredido todos los límites, y se preparaba para transgredir los más sagrados, había dedicado todas sus energías al conocimiento, a los saberes ancestrales, a averiguar el futuro. Por medios normales y por medios mágicos, había aprendido de cualquiera que pudiera enseñarle. ¡Cómo había engañado al viejo Merlín! el pobre iluso, llegó a pensar que ella le quería.
            No sentía miedo. Meditar sobre la vida que le esperaba le producía intensos vómitos, así que ella pasaría por encima del destino, ella era igual que Arturo, su sangre corría también en las venas del rey. El y ella eran diferentes, superiores, de otra raza. Sus nacimientos habían sido predichos, y a partir del gobierno de Arturo, no había recogidas más predicciones, nada estaba escrito, ella podía cambiar las cosas. Sí. Ella podía cambiar todo e iba a hacerlo.
            Miró hacia el estante donde había colocado la poción que había conseguido de Gandalf, el líquido verde, espeso, con minúsculas luces doradas que aparecían y desaparecían le esperaba allí arriba, el contenido de ese frasquito de cristal suponía la conquista de su vida. Lo utilizaría dos días más tarde. De alguna manera haría que Arturo lo tomara, él la confundiría con Ginebra y le engendraría un hijo que se haría en el futuro con el poder en Camelot.
            El hijo de Arturo y Morgana sería un astro… un dios…
            Su hijo.





            Arturo había descubierto la sensación de poder mucho tiempo después de acceder al trono, él nunca deseó ser rey salvo para dirigir a su pueblo hacia una situación de bonanza y paz duraderas. Amaba Camelot, su gente, sus tierras, sus fuentes de agua, deseaba para ellos una situación envidiable, y además se sentía fuerte y capaz de lograrlo. Organizar, mandar para conseguir algo para todos ellos. Había nacido para eso, no necesitaba que nadie se lo dijera, o pruebas. Era el rey de la nación más próspera y feliz de la tierra, donde la gente se quería y respetaba, en especial los miembros de su Corte. El poder tampoco lo había sentido cuando creó la Tabla Redonda, sencillamente la idea brotó para cumplir un fin, ése había sido su mayor logro, sentar juntos, con el mismo trato a los principales señores de Camelot.
            Había sido después, no sabía exactamente cuando, quizás en el momento en que recibió y rechazó la primera petición de mano para Morgana, quizás al conocer a Lancelot, un príncipe que había abandonado su patria y recorrido miles de leguas para rogarle pertenecer a su escolta, quizás cuando firmó el primer acuerdo con un país vecino.
            Como fuera, ahora le embargaba la sensación de poseerles, a todos, a las personas y a las cosas, él los tenía en su mano, no para hacerles mal, pero les poseía, podía decidir qué destino les convenía más, él decidía la vida que más convenía a su gente, y esa sensación le gustaba y le turbaba al mismo tiempo.
            Les miraba mientras cenaban en la Mesa Redonda, ¡Qué bello espectáculo! A su derecha Ginebra, tan hermosa. Su hermana Morgana a su izquierda, esa noche estaba particularmente bella, había dejado sueltos sus cabellos, que la cubrían como una lluvia dorada. Lancelot estaba más animado aquella noche, le preocupaba Lancelot, que cayera enfermo de nostalgia de su patria, sin duda era eso lo que sucedía a su campeón, habría que organizar más juegos y festejos para alegrarles en los tiempos de paz. O quizás buscar nuevos horizontes. Merlín le hablaba de las cuentas reales, de las cosechas de los campesinos, de cuando comenzarían las lluvias, de los visitantes que próximamente vendrían de Francia, la vida era buena con él. La vida le había dado todo.           





Merlín.
            Para Merlín la vida era ya una lenta pero inexorable cuenta atrás. A pesar de sus vastos conocimientos de la magia, la astrología y otros saberes que había tenido el privilegio de aprender, nada de ello podía alargar, detener o invertir su vejez. Únicamente conocía lo suficiente para no sentir los dolores del desgaste de sus huesos y ello producía la ilusión de que estos seguían estando bien. A pesar de la rabia de la impotencia, después de haber dedicado su vida a lograr esos conocimientos y haber sacrificado miles de cosas por ello, para conseguir tan poco, era feliz en su actual momento. Era el principal consejero del rey de Camelot, y estaba orgulloso de él. Realmente consideraba un privilegio haber conocido a este joven lleno de fuerza e inteligencia, este rey sensato, que no tenía miedo a ser grande, a ser el más grande. El sería recordado también por las gestas de Arturo, ésa no era desde luego la inmortalidad que había perseguido pero al menos la vida le daba algo a cambio. Quizás ese era el sentido de la vida, después de innumerables esfuerzos y sacrificios para lograr algo, cuando la desesperación ha hecho mella en uno, la vida, en una cabriola infantil te regala un simulacro, una miniatura de aquello que querías, pero que te hace muy feliz, incomprensiblemente.
            Pero el rey estaba rodeado de alimañas que no dudarían en causarle cualquier daño para conseguir sus deseos. Morgana, la astuta, él tenía la culpa del saber que atesoraba la bruja, era tan joven cuando acudió a él, casi una niña, con esos ojos llenos de inocencia y el cuerpo candoroso y acogedor. Cómo estuvo tan ciego como para creer que ella sería siempre la alumna paciente y sumisa, admirada de su sabiduría. Ese, pensaba, había sido su último error. No estaba seguro pero creía que lo que perseguía era la posición de Ginebra, no podía casarse con Arturo evidentemente, pero no soportaba que otra mujer tuviera en el reino una posición más privilegiada que ella, la detestaba de tal modo que había visto transformarse la cara de Morgana en la de un animal en algunas ocasiones mirando a la reina. Esta tampoco era digna de Arturo, ejecutaba su papel como una actriz, perfecta, pero no parecía sentir, no ponía pasión. Era distante y orgullosa,  jamás habría consentido en mezclarse con el pueblo en algún festejo como hacía el rey, incluso en la Corte, todos le guardaban una distancia prudente. Al acercarse a ella, se percibía un espacio de aire helado.
            Gandalf afortunadamente estaba lejos, ¡Cómo había intrigado para que el rey dudara de Merlín! Sólo por la envidia de no poseer sus conocimientos. Gandalf era un triste aprendiz de mago, aunque ladino e inteligente para disimular sus carencias. O Lancelot, el misterioso, haciendo esfuerzos ímprobos por demostrarle al rey su lealtad… Merlín suponía que era su forma de compensarle por algo, aunque de momento, no había logrado averiguar el qué.






            El plazo se había cumplido. En la fiesta que estaban celebrando, en la Mesa Redonda, había podido verter la pócima en la copa de Arturo, y éste la bebía tranquilamente, sin imaginar nada. Entonces el estómago de Morgana se contrajo, sus pensamientos se desataron… ¿se volvería ella atrás?... había luchado contra todo para llegar hasta ese momento, había eliminado los obstáculos… ¿se arrepentiría en el último acto? Durante unos instantes se sintió paralizada. Sólo unos instantes. Reaccionó. Ella había hecho todo lo que había que hacer. Sí, ahora iría y recogería los frutos. Ahora no podía vacilar, ahora no podía asustarse, todo estaba ya pensado, decidido, aceptado. Sí, ahora se tornaba realidad, el sueño estaba a punto de ser real, y sólo había que dar un último paso.
            Sintió más deseos de vomitar, pero bebió otro sorbo de vino y comenzó a encontrarse mejor.


            Arturo se retiró pronto a sus habitaciones, se sentía un poco mareado, más bien tenía la sensación de que flotaba ligeramente, no se sentía nada pesado, estaba feliz. Al doblar por un pasillo, Ginebra apareció de pronto. Le sonreía de una manera cautivadora. La miró con más detenimiento, sí, su mujer sonreía con una extraña plenitud, le cogió de la mano y lo llevó por los pasillos, ella sí parecía flotar, riendo, le hizo entrar en una habitación, aquella no era la sala real, Ginebra estaba jugando. Estaba tan hermosa como el día en que la tomó como esposa, pero esta noche estaba más cálida, más viva. Empezó a besarle como nunca lo había hecho, sin duda el vino les había transformado, tendría que encargar más barriles. El vino, incluso le hacía tener visiones que exaltaban su excitación, veía la cara de Ginebra transformándose en la de Morgana por instantes, y ella no disminuía las caricias, no podía sentirse más feliz de lo que lo era en aquel momento. Dio gracias a los dioses que le protegían y tomó a aquella mujer voluptuosa sintiendo también la excitación de la culpa de soñar que estaba tomando a su hermana al mismo tiempo.




            Despertó. No sabía cuanto tiempo había pasado. La luna entraba por la ventana, miró hacia el lecho y descubrió una cabellera rubia cubriendo a medias un cuerpo desnudo, un cuerpo deseado y amado por él. Le acarició el cabello, sin saber aún que ocurría. Se sentía confuso, algo era anormal, acarició de nuevo su pelo intentando pensar, que se aclarara esa niebla. Ella despertó entonces, miró sus ojos de color caramelo… los ojos de Ginebra… ¿Ginebra tenía los ojos de color caramelo? Ginebra… Ginebra tenía el pelo… negro, ¿negro?...algo era extraño, anormal, algo no era como debía. El rostro gatuno y hermoso le sonreía. Su nombre llegó de un golpe. Morgana. La mujer desnuda que estaba a su lado era su hermana Morgana, algo iba mal, algo horrible estaba pasando… ¿por qué sonreía Morgana cuando él era incapaz de hablar?
            -Hemos engendrado un hijo hoy.
            Arturo la miraba sin creer aún lo que estaba sucediendo.
            -Un hijo que será un dios y gobernará después de ti. Nuestro hijo será el único heredero que tendrás. El oráculo se me mostró claramente, nuestra sangre debía enlazarse y así llegará un nuevo rey a Camelot que será como tú, un ser mítico al que recordaran infinitas generaciones. Ahora me marcharé para tenerlo en un lugar oculto, y volveré de nuevo con él en el momento oportuno para que ocupe tu lugar.
            -Morgana, tú no estás pronunciando estas palabras, esto es irreal, no está sucediendo.
            -Perdóname. No puedo evitarte el dolor. No hay en el mundo un hombre más digno que tú, y mi hijo sólo podía ser engendrado por ti. Aunque esto te repugne ahora al pensarlo, lo irás aceptando, como irás aceptando otras cosas que van a suceder. Arturo, tú no eres de este mundo, tú permaneces puro, la vida no te ha corrompido como les sucede al resto de los seres, a todos a tu alrededor. Me marcho, te evitaré la vergüenza de mi estado en la Corte y no puedo correr el riesgo de que alguien quiera acabar con su vida. Adiós, quiero que sepas que es un hijo engendrado con amor.


            Vio a Morgana vistiéndose y al poco salir por la puerta después de volverse a mirarle por última vez. Estaba sentado en la cama, paralizado, ensimismado. Ahora estaba seguro de que su hermana le había dicho la verdad, había en sus palabras tal determinación y sinceridad que habían despejado la niebla, la repulsión. Sólo habían dejado ternura. Amaba a Morgana aunque se lo había negado muchas veces, ahora ella se adelantaba haciendo algo descabellado, pero no podía culparla. Entendía sus motivos, sus anhelos, sentía una completa comprensión y cariño hacia ella. El tendría que seguir adelante, mantener todo, ser fuerte y seguir gobernando.
            Se marchó hacia sus habitaciones a esperar el nuevo día.






            Habían pasado unos meses desde la marcha de Morgana y Camelot era completamente distinto. Después de irse ella, un caballero de la Tabla Redonda acusó a Ginebra de adulterio, Lancelot había defendido su honor y dado muerte al calumniador pero ese fue el detonante para que ellos no pudiesen reprimir por más tiempo lo que sentían el uno por el otro y al fin habían huido. El príncipe francés, furioso por no obtener la mano de Morgana y no creyendo las explicaciones sobre su paradero, había declarado la guerra, algunos caballeros se le habían unido para vengar al que había muerto a manos de Lancelot, más tarde se unieron los demás, ahora todos pensaban que la acusación era verdadera, que el rey había permitido, aun a sabiendas del delito, que Lancelot le matara. Corrían en la Corte y el reino las más peregrinas y escabrosas historias para explicar la desaparición de Morgana, algunas la relacionaban con los amantes, otras incluso se atrevían a insinuar de que el rey la había asesinado, o Lancelot porque ella los habría descubierto y denunciado. Merlín se había refugiado en el bosque.



            Arturo se encontraba en la sala del trono, no tenía miedo, sólo estaba aguardando, algunas tropas le eran fieles y aún podía producirse un milagro. En realidad no lo esperaba, posiblemente moriría en la batalla pero no iba a morir con deshonor. Había comprendido, quizás por la cercanía de la muerte, que no se puede pretender mantener la felicidad eternamente, la desgracia y la felicidad se alternan, y el hombre debe mantener su dignidad en ambas situaciones, a eso aspiraba.
            De pronto Morgana entró en la sala y fue hacia él.
            -Arturo…
            -¿Por qué has venido? No debes estar aquí, márchate, corres peligro…
            -Eres tú quien debe marcharse, ahora mismo, la batalla es un suicidio. Podrás reclutar tropas más lejos y volver, Camelot volverá a ser gobernada por ti.
            -Camelot me ha abandonado. Todos lo han hecho. Intentaré parlamentar con los emisarios franceses, hacerles comprender el beneficio de la paz, intentaré pactar con ellos para que no haya sufrimiento en mi reino. Yo me sentía dueño de este reino, ya ves que era una mentira, ellos no me pertenecen en ningún modo, no puedo gobernar en sus cabezas ni en su corazón, casi ni siquiera les he hecho compartir mi sueño, pero no me siento traicionado o derrumbado, quizás yo estaba ciego. Les defenderé mientras mi brazo pueda levantar la espada, sigo siendo el rey de Camelot. Pero tú… debes marcharte, tus anhelos se han cumplido, debes ponerte a salvo y tener a nuestro hijo. Conseguiste tu sueño, es lo que deseabas, ahora debes mantenerlo, luchar por él, vamos márchate, ponte a salvo.
            -Mi sueño no es ése. No me has comprendido hermano, no sabes lo que quiero. Deseé este hijo en el mundo en que vivíamos porque dentro de aquella realidad era la mayor proeza, el triunfo sobre todo lo que me encadenaba, sobre todas las tradiciones y las obligaciones, era subir por un momento hasta lo más alto, igual que habías hecho tú encumbrándote al trono de Camelot. Era mi proeza, la que me equiparaba a ti, la que me convertía en tu igual, por eso, nuestro hijo sería un dios entre los hombres, un hijo engendrado por dos seres capaces de todo. Lo que no sabía hasta aquel momento es que lo deseaba por ti, no me di cuenta de que amaba profundamente al hombre, de que a pesar de los oráculos, del poder, de quien eres, bajo todo eso, no era más que una mujer enamorada que defiende su pasión contra todo.
            Yo no te he abandonado, no pienso irme, esperaré contigo y tu destino será mi destino, si consigues tu propósito de detener la guerra o ocurre algo milagroso que te permita ganar, instauraremos un nuevo orden, con leyes nuevas, un mundo nuevo en el que no será contra natura que nos queramos y conoceremos una felicidad que no ha sido aún descrita. Pero si el destino no permite que tal suceda, no seguiré viviendo sin ti. –se sentó en el trono de la reina y tomó una mano entre las suyas-  Estaré en mi lugar y aguardaré contigo.







            

5/21/2012

Movimiento




Había bailado durante cuatro horas, tenía el traje azul pegado al cuerpo pero no lo notaba, una capa de sudor me cubría completamente, aislándome del mundo exterior, del traje, del suelo y hasta del aire, y aún los músculos me obedecían. Y saltaba, más, más, más… saltaba dibujando figuras en el espacio de la sala. En esos momentos ya no podía parar, mi cuerpo se había hecho volátil en el esfuerzo supremo. Pirueteaba girando, girando de nuevo, deslizándome por el suelo, el dolor deja de ser una sensación, ahora sólo es una vaga sombra, la sombra de un recuerdo lejano perdido en el tiempo, porque ahora ya no existe el tiempo. Sólo existe ese cuerpo que has llevado a la elasticidad total, que no nota el cansancio, porque después de haber llorado de cansancio, después de estar detrás del cansancio, éste no tiene sentido, no significa nada concreto, es algo que padecen otros.

            Me habían dicho que esos momentos lo que rige los miembros es la voluntad, la fuerza irresistible de la mente. No lo creo, creo que has llegado a un universo de movimiento, has creado un universo de movimiento dentro de tu cuerpo, y no sientes que lo anima tu cuerpo, sino que éste se encuentra dentro de un torbellino de locura que le impulsa a seguir sin detenerse, porque detenerse tampoco tiene sentido en este universo. Vivo en este mundo cambiante, vivo en un río de aguas que fluctúan, soy parte del agua del río y de la flor que nace abriendo la tierra como una madre, soy parte del planeta que se mueve a cientos de kilómetros por segundo, soy el tornado que azota las chozas de un poblado perdido de África. He logrado incorporarme a este mundo de movimiento constante y embriagador, me siento realmente viva.    

El Horror




        El mundo apenas recuerda ya lo que fue. Este mundo, como salido de una pesadilla, es el legado de nuestros mayores, un inmenso basurero donde no se puede respirar fuera de los recintos donde se habita. La sensación de que estás atrapado te persigue durante todo el día. Se engaña a la gente diciendo que se va a poner en marcha un proyecto que oxigenará el exterior, pero yo, que trabajo en las plantas de regeneración de aire, sé que es mentira, todo lo que se cuenta es mentira, hemos perdido para siempre el bosque, la playa, pasear bajo el sol. Dentro de cien años no habrá aire para los que habitamos el planeta, a pesar de que somos la centésima parte de los que habitaban la Tierra cuando estalló la guerra. Se ha prohibido absolutamente procrear, tan solo nacen algunos niños manipulados genéticamente, los nuevos habitantes tienen que ser resistentes a las condiciones adversas y su coeficiente intelectual altísimo. Quizá alguno de estos superdotados encuentre soluciones para subsistir. Se vive con esa única esperanza porque todos los proyectos de vida en otros planetas han fallado. Fabricar comida es un reto día a día, aparte de las píldoras de vitaminas, los alimentos sintetizados escasean, las reservas no duraran mucho más. Hay algunos viveros con plantas que no se contaminaron, crecen con luz artificial, pero nuestros organismos ya no están acostumbrados, estos alimentos provocan enfermedades nuevas.

            Trabajo catorce horas diarias, algunos días más, pero puedo pasar tres horas a la semana con el siquiatra de mi sección. Si no fuera por ellos, muchos de nosotros, tal vez yo también, se decidirían por el suicidio. Los gobernadores tienen que evitarlo a toda costa, una cadena de suicidios sería imparable, para nuestra sique débil, soñar con ese descanso es sumamente peligroso, por eso suicidio es una palabra prohibida. A pesar de que somos muchos para compartir los pocos recursos que quedan, nos necesitan a todos para mantenerlos. Locura es otra palabra prohibida, la locura induce a los hombres a desastres, si se boicoteara una máquina de oxígeno en un acceso de locura morirían mil personas ese día.

            Nadie tiene derecho a negar su cuerpo a otro. No puedes dañar la autoestima de otro superviviente, ni nadie dañar la tuya. Pero cada vez se desea menos a alguien aquí, el encuentro es rápido y maquinal. Los hombres parecen como sombras que pasan a tu lado, con la piel macilenta y el alma cansada. Nunca sonríen, nadie sonríe aquí.

            La única religión permitida es el amor a la vida. Cualquier otra de las que una vez existieron sería más fácil de practicar. Estaban concebidas para momentos límite, para resignarse con la vida que tuvieras, prometiendo otra maravillosa después de la muerte. En gran parte, esas religiones fueron las culpables de los enfrentamientos, estableciendo diferencias entre los hombres. Ellos que predicaban que un único Dios era el padre de toda la creación, no aceptaban a los que tenían una fe diferente. Ahora, tristemente, todos somos hermanos, la misma ración de aire para cada humano, la misma dosis de agua reciclada, los mismos gramos de alimento, básicamente lo necesario para subsistir. Es irónico que la destrucción de la Tierra, provocada por las guerras de religión, haya conseguido convertir a todos los hombres en iguales.

            La desesperación tamizada, la angustia tamizada, el dolor a través de un velo, que sólo te produzca malestar en el estómago, un deseo perenne de vomitar, pero controlado, sujeto, para que nunca traspases la barrera. Para seguir adelante, para no pensar en el horror de esta vida. Para no pensar. Para vivir en el Horror.

Voyeur


                       
                             
                                                                      Para Iván, por sus ojos almendrados.


Los perfumes exhalaban sus aromas en vahídos vaporosos que llegaban a cada extremo de la sala, el baño parecía una enorme cama, húmeda y ardiente. Los pies llegaron desnudos, como siempre, palpitando en el mármol negro, la túnica de seda chasqueó al separarse de la carne y cayó pesada, el agua negra se abrió y vi deslizarse su cuerpo como una estela. Nadaba sin ruidos, algo que la molestaba siempre, y muy despacio, para alargar los segundos, para convertirlos en infinitos. Miles de veces había contemplado aquella escena, había sentido miles de deseos hacia ella, pero el contacto no era posible, yo no estaba destinado a eso, sólo a verla, escondido como una rata, animal de mi última reencarnación y del que aprendí a deslizarme por los pasillos como el humo. A pesar de lo que se pueda creer, mi vida de rata no fue penosa, ni siquiera sabiendo que antes había sido un príncipe. Conocí cosas y seres increíbles, y a ella. Por eso, cuando de nuevo vivo, era otra vez hombre, me apresuré a buscarla, abandonando a la familia en la que había nacido y entré a su servicio, no con pocos esfuerzos, debido a que no había cumplido los ocho años aún. Este tiempo no la había envejecido, la había hecho, si era posible, más perfecta.
         Cuatro meses habían pasado desde nuestro reencuentro y ya conocía donde estaba cada momento del día. En una persecución implacable, la miraba día y noche, cuando el sueño me rendía, me tumbaba en el mármol recubierto de piel, detrás de una cortina. Por la mañana me despertaban los ajetreos de las criadas, y empezaba de nuevo.

         La mujer había contemplado los grandes ojos castaños del niño cuando pidió trabajar en la casa y no había podido resistirse a su encanto. Era un pequeño extraño, siempre deambulando por las habitaciones sin que lo sintiera. A veces le parecía un espíritu que podía atravesar las paredes, alguna vez pensó que sería la reencarnación de algún amante que intentaba vengarse y ese pensamiento le hizo más valioso a sus ojos. Miró desde la piscina hacia el cortinaje que se había ondulado de forma imprevisible. Sonrió, era él, de nuevo, sin haberlo sentido, allí estaba. Se sintió hermosa, fuerte, increíblemente hermosa, increíblemente fuerte, se deslizó por el agua oscura soñando en otro tiempo.


         Había mirado hacia donde yo estaba y desplegó su peculiar sonrisa, mitad complicidad, mitad misterio, algún descuido sin duda, salí corriendo y por los pasillos tropecé con una sierva que llevaba el té, chilló, cayó la bandeja y se desparramaron los pastelitos, la muchacha me tiró la taza y la tetera pero no logró darme, ya había desparecido.


         Salió del agua con facilidad, su cuerpo liviano la obedecía mansamente. Volvió a notar la presencia del niño, ese pequeño extraño, ambos tenían muchas soledades que compartir. Nunca lo había visto jugar con los hijos de las criadas, ni con los animales de su casa, ni había roto cojines o porcelanas. Siempre escondido o ahí, enfrente, con esos inmensos ojos, mirando, mirando. Alguna vez le recordó a Ahmed, pero no, era imposible que hubiera vuelto en él, Ahmed era incapaz de tanta quietud. Podrían ser muchos, había intentado a veces recordar a todos los que habían pasado por sus habitaciones y no podía. Muchas veces era sólo un recuerdo, una sombra en el cuarto, la impresión de una mano fría, un beso, los recuerdos no tenían cara ni nombre, eran páginas a medio dibujar en su memoria, allí estaban, indelebles un segundo y desaparecidas al siguiente. Se había sentado tantas veces en la mecedora de su cuarto recordando a esos hombres y ya apenas los diferenciaba unos de otros.
       
          Ahora había conocido la soledad. Aunque vinieran a veces aquellos días de locura en los que se sentía fuerte como un león, ahora su cuerpo marchaba despacio, caminaba adormecida, se tumbaba al sol tibio de la tarde y se bañaba dulcemente en el agua de mármol negro. Soledad y silencio, sosiego.
         Algunos días se levantaba henchida de fuerza, titánica, y se arrancaba a golpes toda la languidez de semanas anteriores, luchaba y luchaba contra ella, a veces, ferozmente, hasta que se dejaba vencer al final de la noche cuando el cuerpo de bronce había desaparecido en la penumbra, dejando el vacío vibrante.


         Los hombres de aquellos días no se parecían a los del pasado, Ahmed, Ben, Hayle, Sem… todos habían sido especiales, hermosos, divertidos. Habían perpetuado su recuerdo en la casa antes de marchar, y a veces los veía por los pasillos interminables, entre niebla y sol, sonriendo, intentando llevarla en volandas. También había otros hombres… con la mirada de odio y amor al mismo tiempo, llenos de una pasión fatigosa y extenuante, a éstos los había amado aún más y siempre había tenido que apartarlos violentamente de su lado, los hombres malignos, delgados, de pelo negro, pero que hermosos cuando lloraban en su túnica o maldecían o amenazaban o habían daño, que bellos entonces.


         Acarició la cabeza del niño sentado a sus pies. No hacía falta hablarle,  con sus grandes ojos, pendientes de su rostro, casi sin parpadear, parecía comprenderlo todo, saberlo todo.
         -Vete ahora.
         El niño se levantó y se marchó corriendo. Por el pasillo saltaba de alegría y se reía con fuerza, daba vueltas, cogiendo los pliegues del vestido rojo, demasiado ancho para él.
         

            El hombre apareció una mañana en la puerta de entrada. Llevaba una ropa ligera, chaqueta deportiva y un pañuelo en el cuello. Su coche quedó aparcado un poco atrás, bajo los ramajes, era un coche nuevo, de color blanco, tapizado en negro, parecía adecuado para él. La mujer lo vio desde una ventana, no comprendió su significado enseguida, le costaba recordar, su cara aparecía somnolienta como casi siempre, y él era tan joven. Un criado le había abierto el portón para entrar, cerró el coche y caminó hasta la casa, resonando sus zapatos en la gravilla. Por el pequeño sendero miró hacia los jardines y sólo un punto en sus ojos pareció demostrar asombro, los jardines estaban en estado salvaje, los árboles eran gigantescos, enormes troncos clavados en la tierra y las ramas se entrecruzaban de tal modo que apenas dejaban pasar la luz del sol, había caminos pero era imposible seguirlos con la vista, parecían una invitación muda. Su tío había escrito jardín, era realmente extraño llamar jardín a aquello.


            Le hicieron pasar a un salón, se sentó y contempló la estancia que estaba a media luz, los muebles parecían tener cientos de años, destacaban muchos detalles orientales pero la sensación que transmitían no era liviana, era de solidez, de pesadez, como si dormitaran en una siesta eterna.
         De pronto se encontró frente a un niño como de ocho años, vestido de una forma extraña que le miraba. Le sonrió divertido y confuso.
         -¿Quién eres tú?
         La mirada de almendra y miel fue la única respuesta.
         -¿Eres su hijo?
         Negó con la cabeza y se marchó corriendo.

         Este joven podría ser la solución, alegre, despreocupado, dulce, sería una solución, Vio llegar a la muchacha de nuevo, ésta le dirigió a otra sala. Tuvo que quedarse detrás de la puerta y sólo escuchó retazos de la conversación. Dezhna hablaba.
         -¿Su tío?... No comprendo. ¿Me conocía?... No lo sabía, lo siento… ¿El le habló de este lugar? ...lo dejó escrito, ya... ¿No saben por qué se…?... Claro… No importa…, no se preocupe por no haber avisado, claro, sí puede quedarse. Quédese.


         El muchacho pertenecía ya a otro tiempo, fuera las cosas cambiaban y la gente era diferente, tan distintos que podían pasar por otra raza animal. El se había quedado asombrado ante la mujer, petrificado, sintió que se encontraba en el cuerpo de su tío treinta años atrás, sintió que todo le era familiar, sintió que era su tío.
         La mujer también sintió el asombro y los recuerdos, alguien lejano, pero no leve o desfigurado por el tiempo, sino un hombre completo, hasta sus detalles más escondidos, hasta los repliegues del cerebro de aquel hombre, cada uno de sus dedos, sus cejas, su pelo, visto desde todos los ángulos, su boca, su mirada, cada manchita de sus iris. Era uno de sus hombres terribles.
         Extenuada por el esfuerzo de recordar, se dejó caer en la mecedora cubierta de cojines, ¡Cómo le dolían los recuerdos! Los que traen tiempos que se perdieron, que no se pueden aprisionar entre los brazos, y sin embargo, que se ven casi, tan vivos como entonces. El dolor es insoportable ahora.
         El niño había vuelto, le acarició el pelo con ternura y buscó la fuerza para comenzar de nuevo, comenzar a tejer recuerdos futuros, recuerdos para otros tiempos.


         Beril apareció una mañana de sol, esa mañana Dezhna había recordado a su tío, pero no le dijo nada sobre sus recuerdos. El muchacho no comprendería y él había venido para comprender. Intentó en los siguientes días que se marchara, pero sin rudeza, con la misma laxitud de siempre. El muchacho hacía aparecer la parte de su cerebro que pensaba, los otros no. Si había conseguido la paz era desterrando pensar, sin pensar, los recuerdos aún podían ser agradables, las imágenes entrecortadas sabían a dulce y a sol, los instantes que volvían  por unos segundos sólo cosquilleaban, haciendo una vaga sonrisa en su cara. Pero los recuerdos perennes, los rojos, negros y dorados, los que eran completos, de los que uno no podía huir si los encontraba, los recuerdos de pasiones, que seguían viviendo en lugares secretos de su cerebro, a la espera de aguijonear, de saltar sangre, de estallar en su cuerpo, los recuerdos terribles de pensar porque necesitaban de la mente para vivir, sabían a agonía. Dezhna comprendió que la paz había sido una mentira.


         Yo le había abierto la puerta, puede que quisiera, de algún modo, que ocurriera, que el vaho que flotaba en la habitación del tío penetrara en el muchacho, que asumiera su vida anterior, aún cuando esa vida sólo le hubiera sido transmitida a través de la sangre. Le abrí la puerta de aquella habitación, cerrada hasta entonces, para volver a recorrer, entrando en el aire verdoso, el polvo de los muebles con la mano, le abrí la puerta para que fuese su habitación, para que se incorporara adonde debía pertenecer y no me equivoqué, porque cuando bajó a cenar, su aspecto había cambiado como en una gran oscilación de un péndulo. Se había vestido con ropas orientales de seda blanca, guardada en los armarios, y también, como solía hacer su tío, había pasado por su cabellos cremas con perfumes extraños que había comprado en los bazares y zocos treinta años atrás. Sus manos de deportista, algo cortas, se habían alargado, y destacaban, morenas, entre los pliegues de las mangas. Hasta su voz había recobrado los registros sibilantes y se ondulaba en palabras que nunca antes había pronunciado.
         Beril no parecía extrañado ni confuso, o se comportaba como si todo fuera un juego o había olvidado todo lo anterior.
         Una de aquellas noches conoció la habitación de las cortinillas de seda y gasa, y de nuevo se sintió en su lugar, plenamente, como una esmeralda en su engarce. Así pasaron unos largos días. Entre los cortinajes, de vez en cuando, una carita aparecía, sonriendo sus ojos de miel y almendra.


         Dezhna había vuelto a pensar. Poseía una mente que había vivido con ella tres mil años y la temía. Su mente era a veces superior a su persona, casi a sus mandatos, pretendía una vida separada. Su memoria, que había grabado también esos tres mil años, era, quizás, el único asidero para no perderse en grandes elucubraciones, la memoria aún podía vencer a los complicados procesos mentales que pugnaban por comenzar, la memoria y las sensaciones… el muchacho. Volvió a pensar.


         El muchacho, continuar con él supondría un cambio, comenzar con un nuevo hombre terrible era volver atrás, y él lo era, se convertiría en uno de los peores, ya había visto en sus ojos la mirada oscura. No debió dejar que se quedara, si se hubiera marchado, nunca habría descubierto el instinto. Los hombres no habían cambiado, seguían naciendo, bajo máscaras de modernidad, bajo ropas fingidas, alentaban seres que podrían superar a sus predecesores porque toda la fuerza de la vida, que les había transmitido la dama negra, estaba oculta. El beso de lava y escarcha no había dejado marcas en su frente, pero oculto en algún repliegue de su cerebro o de sus vísceras podía renacer como un alarido si entraban en la circunstancia oportuna, y eso había hecho ella con Beril.
         Volvía a pensar, quizás no podría reprimirla mucho más tiempo.
         El niño apareció tras una puerta.


         Corrí hacia ella y la abracé, y bailamos por la sala. Mis recuerdos de otras vidas desaparecían, mis instintos de rata se mezclaban con otros instintos, los de niño, supongo, y ya me atrevía a tocar su carne. Tras las cortinillas de gasa y seda, bajo el complicado ramaje cruzado de su dosel macizo, en el dormitorio negro, rojo y dorado había tocado con mis manos, todavía cortas y regordetas, su cuerpo dormido, calmo y suave, dorado y negro. Eran maravillosos días en que me permitía dormir con ella.


         Beril odiaba al niño, no soportaba verlo ni intuirlo detrás de los muebles. Cada vez con mayor frecuencia abandonaba los escondites sagrados hasta entonces, y se mostraba francamente, mirando y sonriendo, desafiándole. En esos momentos, lo habría destrozado con sus manos. Sabía que Dezhna le tenía más cariño cada día, y ni aún golpeándola podía sentirse libre de la presencia del niño, no soportaba la idea que le robara sentimientos de ella. Ella sólo debía sentir por él.
         Desde la ventana vio el coche blanco, tuvo una sensación en el estómago, de locura. El pasado le estaba gritando, le miraba asombrado. Lleno de furor bajó sus cosas al coche, metió sus maletas con la ropa que había traído, las raquetas, la colonia, la cartera con su anterior nombre, las fotos de Mavi y de su madre, y les prendió fuego.


         Bajo las cortinillas, respiraba exhausta, miraba dolorida los moretones y pensaba en el niño, Beril podría hacerle daño. Su pasión no tenía fisuras, ni su odio tampoco.


         Los ojos almendrados contemplaban el fuego. Dentro se retorcían objetos negruzcos, irreconocibles. Beril había dado la vuelta y caminaba de nuevo hacía la casa. Beril no era bueno, ya no quería que se quedara allí, que fuera un padre para él. El tenía que ser el padre, él tenía que proteger a Dezh.
         Subió a la azotea y pisó con las zapatillas de seda bordada en las losetas gastadas de color rojizo. Los grandes macetones almenaban el borde bajo que daba a la puerta de entrada. Necesitó todo su esfuerzo para mover uno, y logró sudando que se inclinase lo suficiente y que cayera. No hizo ningún ruido hasta llegar. Corrió abajo, Beril yacía en el suelo de la entrada, con el cráneo partido, cubierto de tierra y flores. El niño hurgó en sus ropajes rojos, sacó un objeto estilizado con mango de piedras oscuras y golpeó a Beril en el pecho con él, la sangre empezó a brotar, manchando la seda blanca.


         La tarde lo había vuelto todo rojo. Salieron de la casa y caminaron por el pequeño camino de gravilla. El niño se había quedado algo atrás y Dezhna se volvió a contemplarlo, encontró la mirada castaña de almendra y le sonrió, ofreciéndole la mano.
         -Ven a los jardines.

         Los caminos se entrecruzaban bordeados de setos semisalvajes que impedían la visión, así los ropajes de colores se perdieron pronto entre el verde impenetrable y sólo quedó el recuerdo de miel, la mirada del niño que se había vuelto un momento y en la que aparecían unas pequeñas manchas oscuras.

  

                                  


        





5/20/2012

Energías


                                   

           
            Sentada entre centelleantes personas, hablando como ellos, viviendo la magia de las palabras, la crisis, el esfuerzo de pensar antes de hablar, sentada entre personas luminosas, entre seres de energía, ya sin palabras, a través de una corriente subterránea en el aire, sintiendo, escuchando, compartiendo. Y me siento sola, estamos condenados a la soledad, pero no a una soledad silenciosa, es una soledad de aparatos inservibles, llena de otra gente, ya nunca como antes, ya eres de soledad, estás marcada por ese vacío lánguido, aunque lleno interiormente pero vacío exterior, vacío al fin. He descubierto que no hay saldos de islas, no podré vivir mi soledad dignamente, no podré volver a la madre tierra desde un lugar aislado, roto, desgajado del mundo. No, me es negada la posibilidad de sumergirme en mi soledad, estando llena de tierra y mar, me es negado incorporarme a la tierra y al mar hasta desaparecer físicamente, en la soledad, siempre en la soledad, con los árboles, con el mar, con las gotitas cristalinas que ya no deslizarán por mis senos, ya nunca en la soledad siendo ellos y yo, siempre sola, eternamente sola. No, nunca la isla, nunca los libros y Chopin, ni la limonada del anochecer, ni la cama inmensa, nunca la isla, nunca sola pero aún más terriblemente sola, para siempre, sola entre otros, sola, hasta olvidando las palabras que me hicieron descubrir el mundo de los sueños, sola de palabras, sola de música, sola con los ruidos.


            Vagaba en ese limbo donde olvido muchas cosas. No, me encuentro bien, sí, no debo pensar demasiado, no debo permanecer mucho tiempo encerrada. Soy un alma libre, de bicicleta en la noche, de catedrales nocturnas, de energías mágicas pero accesibles, sin pensamientos tenebrosos o rabiosamente complejos, no debo dejar que mi mente vuelva a los procesos mentales, soy un trozo de materia feliz, sin pensar, aún puedo ser feliz sólo con la memoria. Los recuerdos que vuelven  por unos instantes, recuerdos de vidas pasadas o de vidas futuras, recuerdos vividos o recuerdos soñados, sólo recuerdos. Pensar puede destrozarme, como en el orwelismo no-pensar, no hay nada que pensar, sólo recordar y escribir, y no olvidar, nunca olvidar. Yo no quería construir recuerdos futuros como María Iribarne, pero no puedo dejar de construirlos, los recuerdos son parte esencial de mi vida.