2/05/2023

 







                                            













LAS LUMINOSAS

                                                                 Para Regla




Sihmé era la segunda hija del Sol, la mirada cálida y los ojos dulces se estrechaban cuando sonreía, y Sihmé siempre sonreía, cogía su vestido blanco con las puntas de los dedos y daba vueltas, corría por los jardines, todo la divertía.


En el reino solar no existían las preocupaciones, nada era pesado o triste, nada era oscuro, nada era maligno. Siete eran las hijas del Sol, vivían en palacio de luz, y en la sala del trono, invadidas por esa luz que desprendían las paredes y los objetos de la sala, se adormecían en divanes colocados de una manera mágica. La luz se apoderaba poco a poco de sus mentes y atravesaba sus cuerpos volviéndolas luminosas también, la piel se les tornaba transparente y experimentaban sensaciones que nunca conocieron otros mortales. Esta ceremonia se realizaba los días dedicados al Sol, después las hijas se levantaban como en sueños, y marchaban adormiladas por el palacio, volviendo a sus habitaciones.

De todas sus hermanas, Sihmé adoraba a la Primera, mayor que ella un año, Sepbé era de movimientos lentos, hablar pausado, sus hermanas la buscaban para que les contara historias. Sepbé caminaba hasta el río que fluía dulcemente al pie del palacio, y allí se sentaban las seis alrededor de ella, o a veces una le cepillaba el pelo, y a hija mayor comenzaba con voz suave y sibilante uno de sus relatos, todos eran inventados por ella, pero Sepbé les decía que esas historias se la habían contado los extranjeros que una vez llegaron al reino Solar y de eso hacía mucho, mucho tiempo.


Después de cada uno de esos días dedicados al Sol, cuando Sepbé despertaba en su cama negra, toda su mente se encontraba llena de imágenes que se iban transformando en fragmentos de historias, que luego ella completaba. Para Sepbé, el acto de contarlos se convertía en un sacrificio, pues sentía desprenderse trozos de su carne cuando lo hacía, pero al mismo tiempo era algo necesario, así lo sentía.

En las últimas historias que había contado, Sepbé hablaba mucho de los hombres extranjeros, hablaba de sus costumbres y de sentimientos que no habían conocido las Luminosas. Sihmé escuchaba a su hermana, y veía, a veces, retazos de imágenes que bullían en la mente de la Primera, así contempló a uno de los extranjeros, bebía agua de un río, y se volvía para sonreír. No dijo nada a Sepbé pero no pudo olvidar aquel rostro.

Sepbé contaba así:

“Hace mucho, mucho tiempo, encontraron nuestro reino de la Luz unos hombres que venían de tierras extrañas. Llegaron después de un viaje de varios años y se sorprendieron tremendamente con nuestras costumbres ya que no habían visto nada igual en su viaje. Eran hombres guerreros, traían grandes espadas. Eso ocurrió antes de que llegara nuestra hermana, la Segunda, siendo yo muy joven, casi una niña. Los hombres se sentaban ante un gran fuego por las noches y contaban historias. Otra que recuerdo es esta. 

“Una expedición de hombres de su tierra había viajado tanto como ellos y llegaron a un país de un sol cegador, era muy difícil penetrar en la capital, pero ellos eran valerosos y lo consiguieron tras atravesar numerosos peligros. Por fin llegaron hasta el palacio real. Uno de aquellos hombres decidió tomar como esposa a una joven del reino, y la boda se celebró entre muchas lágrimas, el velo de la novia fue tejido por sus hermanas, y tantas lágrimas derramaron sobre él que tuvo que ser dejado todo el día al sol, y aún no estaba bien seco cuando la novia se vistió sus galas nupciales y se dirigió al templo.”

Sepbé se detuvo, sus hermanas la apremiaron para que siguiese, pero Sepbé que había palidecido ligeramente dijo que había olvidado como seguía. Pidió a la pequeña que le cepillase el pelo y comenzó un nuevo relato.

“Os contaré otro, vivían en una ciudad muy lejana y extraña a ésta dos muchachas de familias diferentes. El azar hizo que fueran a estudiar con el mismo maestro y pronto nació entre las dos un afecto tan grande que se consideraban como hermanas. Pero las familias se trasladaron a otras ciudades y las muchachas tuvieron que separarse y pasaron varios años. La mayor de ellas gustaba de escribir historias en papiros, tuvo una idea para intentar encontrar a su amiga. Escribió un relato de dos hermanas a las que sucedían grandes aventuras que las dos habían soñado en sus charlas. Pagó a varios rapsodas para que aprendieran el relato y lo repitieran de pueblo en pueblo, y así sucedió, se relató de lugar en lugar hasta que la amiga lo oyó en su ciudad y comprendió claramente que era su amiga su “hermana” que la llamaba y le daba detalles precisos de donde vivía. Viajó hasta la ciudad donde terminaba la historia y preguntó por una plaza con siete fuentes, allí estaba la casa de su amiga, una casa blanca con grandes ventanales de celosías. Las dos se abrazaron llenas de alegría y la mayor le confesó la argucia del relato, ella había sido destinada a casarse con un letrado real, y este joven tenía un hermano menor tan agraciado y de buen carácter como el mayor, estaba segura que si se conocían nacería el mismo afecto que había entre los prometidos. Y así sucedió, y se celebró la doble boda con el contento de las tres familias. Las dos amigas fueron a vivir a casas cercanas y nunca más se separaron”

La historia gustó mucho a las hermanas que no querían que los finales fueran tristes, y Sepbé siembre evitaba contar estas. Después las hermanas jugaron por los jardines del palacio y cansadas, se retiraron a sus habitaciones. Aquella noche Sihmé soñó con el rostro que había en uno de los relatos de su hermana y se preguntó a qué relato correspondería, y si Sepbé lo contaría pronto, aunque quizás ella no supiera que se refería a él, y con estos pensamientos se quedó dormida.

Sepbé no dormía, estaba asomada al balcón de su cuarto, tenía malos presagios. Ella vivía en el reino de la luz y allí todo era hermoso y alegre y quiso desechar esas ideas que afluían a su mente, y no pudo. ¿Acaso no recordaba ahora claramente que ella, Sepbé la Primera, sufría el castigo divino de la clarividencia? Hasta que no llegara otro día Luminoso Sepbé no recobraría la paz, pero esa paz ¿Era verdadera? Entonces sintió un pánico insoportable y fue a despertar a su hermana Sihmé la Segunda.

El cuarto, rosa y blanco, se veía difuminado por la poca luz que entraba por el balcón, en la noche, Sihmé parecía flotar entre las sábanas suaves y despertó a medias, pero no malhumorada. Al ver el rostro de su hermana recobró la razón completa y se intranquilizó.

Sepbé comenzó a hablarle.

-Hoy mi mente está poblada de presentimientos malos sobre nosotras y nuestro reino, no puedo desechar estas ideas, y me temo que algo va a ocurrir.

Sihmé la miró sonriendo y le hizo una caricia.

-Hermana, nada malo sucede en el reino de la Luz, aquí todo es amable y feliz, no existe daño que pueda alcanzarnos.

Sepbé movió la cabeza negando.

-Eso es lo que sientes en los días dedicados a nuestro Padre, incluso yo olvido que sufro un castigo terrible, porque la luz sagrada nos llena de paz, y algunas veces no recuerdo bien a que se debe. Pero hoy lo he recordado todo y quiero contártelo, para que si las dos lo conocemos, podamos recordarlo siempre. Sé hermana, que puedes ver en mi mente jirones de imágenes, os dije que las historias que os cuento las había oído hace mucho tiempo, a veces ni yo misma sé si eso es cierto, pues me parece natural cuando lo digo, pero ahora sé que no es verdad, las historias son producto de imágenes que pueblan mi cerebro, y esas imágenes son visiones del futuro entremezcladas con fantasías, y nunca podría discernir cuáles son verdaderas o lo serán y cuáles no, ese es castigo que padezco, que se me impuso por amar a un hombre.

Sihmé abrió sus grandes y bellos ojos sin poder creer lo que contaba su hermana.

-Tenía quince años, aún era una niña y entre esos extranjeros que llegaron una vez aquí, viajaba uno tan hermoso como la luz que atraviesa nuestros cuerpos, no podía mirar a ninguna parte sin ver su cara y su pelo, sin oír su voz. El amor que infundió en mí fue el sentimiento mayor que jamás he sentido. Toma mis manos e intenta sentir lo que fue mi amor.

Sihmé la obedeció, pero cuando encontró las imágenes que su hermana forjaba para ella y notó en sus sentidos cuánto le intentaba contar Sepbé, dio un respingo hacia atrás y soltó las manos de Sepbé. Esta se encontraba tan ensimismada en los recuerdos que no lo notó.

-En aquella época yo comenzaba a ser una Luminosa, los sacerdotes me descubrieron, era impensable que ese sentimiento humano me hubiera alcanzado, el extranjero fue desterrado aquel mismo día, nunca supe que fue de él, ni apenas le he recordado en este tiempo. En el siguiente día Luminoso el dolor y la angustia que me ahogaban desaparecieron, después sólo me sentía cansada, así me he sentido… tantos años...

Sihmé estaba pensativa, y alternativamente miraba a su hermana y al vacío con ojos de asombro. Tenía que creerla porque ella había visto las imágenes, había visto cosas y seres  que a estremecían, había visto seres que… pero todo resultaba absurdo en su mundo, no cabía, todo eso no podía pertenecer a su mundo, y sin embargo ¿por qué parecía todo tan cierto?

Sepbé se había calmado y recobraba su lasitud habitual, caminó con suaves pasos hacia la puerta y desde allí le sonrió a Sihmé.

-Lo que tenga que ser, será, eso no podemos modificarlo. Duerme tranquila, pero por favor, no olvides lo que te he dicho, hoy he descubierto que yo tampoco quiero olvidarlo.

Durante un tiempo siguieron las hermanas haciendo su vida como acostumbraban, vinieron días Luminosos, pero entre Sepbé y Sihmé, una simple mirada o un roce servía para atrapar los recuerdos añorados, y aunque no los tuvieran presentes, sabían que no los perderían ya.  


Sihmé tenía predilección por correr por los jardines, le gustaba sentir el viento en su cara, como si atravesara muchas sábanas blancas y húmedas, y llegaba corriendo hasta el río. Allí se detenía a descansar, y se mojaba los pies en la orilla. Un día se aproximaba al río y se detuvo al escuchar chapoteos en el lugar donde normalmente se sentaba. Cruzó la espesura que la separaba de la orilla del río y le vio. Era desde luego de otro lugar, sus ropas no se parecían a las que se usaban en la Región de la Luz, llevaba una larga espada como sólo las había visto en la mente de Sepbé. Estaba agachado, bebiendo agua del río, y su caballo entraba y salía del agua, algo más abajo. Incapaz de pronunciar una palabra, esperó sabiendo lo que iba a ver, y recordó las palabras de la Primera, Sepbé dijo que tendría que ser, y estaba siendo, el extranjero se volvió y al verla desplegó una gran sonrisa. Sin prisa ni precaución se puso en pie y avanzó hacia la Segunda. Esta reaccionó al fin e inició una loca carrera hacia el palacio sin detenerse ni volver la cabeza para ver la expresión risueña y los ojos brillantes de él.

El resto de los extranjeros llegó y se presentaron en palacio. Se les acogió como se tenía memoria que debía hacerse, con la hospitalidad de los pueblos míticos. Estuvieron un tiempo conociendo la región, la lengua. Y Sihmé conoció al capitán, aunque ya le conociera anteriormente. Pensaban quedarse sólo unas semanas pero la estancia se alargó mucho más. Cuando ya hacían los preparativos para marcharse ocurrió un imprevisto increíble, uno de los capitanes de la expedición, conocido por su sonrisa indeleble pidió la mano de la Segunda Luminosa, Sihmé y ésta aceptó. 


Sepbé obligó a los sacerdotes a aceptarlo, como Hermana Mayor, como la Primera, era la máxima autoridad en el país. Las tradiciones decían que el velo de la novia debía ser heredado o tejido por su familia, y como la familia de Sihmé eran sus hermanas, se escogió el más delicado lino y se comenzó la labor entre los lloros de las hermanas menores y la pasividad de la mayor, una pasividad teñida de pena. Alguna que otra mañana se encontraba el velo menguado, aunque nunca se descubrió quién lo deshacía, posiblemente era el deseo de todas las hermanas que la labor durara o más posible, y trabajaban lentamente aunque sin pararse. Y al fin llegó el día en que se acababa el velo nupcial, aquel día arreciaron los llantos sobre él, y cuando el último cabo estuvo tejido, estaba tan mojado como sacado del mar. Lo extendieron al sol, sobre una de las terrazas blancas, durante todo el día. Al caer la noche, Sihmé vistió sus galas de boda. Al ponerse el velo, éste aún estaba húmedo, cogió un extremo y lo lamió, lo retuvo en la boca, tenía el sabor amargo y salado de la pena, pero significaba la dicha, el futuro, de eso estaba segura y caminó con pasos seguros hasta el templo.

Sihmé se arrodilló ante el ara y depositó su diadema y sus pulseras doradas, era el acto final que terminaba con su existencia de Luminosa, dejaba de ser Sihmé la Segunda y se convertía en Sihmé la Extranjera. Un sacerdote realizó después el rito de la unión. La última imagen que vieron sus hermanas fue, como montada en el caballo de su marido, la Extranjera se volvió y les hizo un gesto de adiós, aún llevaba el velo, por lo que no se distinguían bien sus facciones, y los dos grupos partieron en direcciones direcciones diferentes.


En el siguiente día luminoso, Sepbé olvidó a su hermana Sihmé y olvidó absolutamente todo lo que había ocurrido en su pasado. Las Hermanas siguieron como antes, sin encontrar significado al diván vacío de la sala de la Luz, sin recuerdos y sin pena, pero volviéndose cada vez más apáticas, más cansadas, casi existiendo exclusivamente para el día de la Luz.


Cuando la Extranjera volvió a su país, la decadencia era una enfermedad extendida, para las personas y las cosas, todo se degradaba por instantes. Llegó junto a su antiguo palacio, y observó dolorida las resquebrajaduras de los muros, los escombros caídos por los jardines, éstos arrasados. Penetró hasta la sala de la Luz, los divanes con la seda desgastada seguían en igual disposición a como los recordara, aunque las paredes eran las únicas que se conservaban intactas. 

Las hermanas aparecieron, en la sala de Luz había una extranjera que llevaba una larga espada.

Sihmé intentó besarlas, pero ellas no la reconocieron, la miraban extrañadas, entonces empezó a gritarles.

-¡No podéis seguir aquí, el país está destruyéndose. Nuestro mundo se acaba!

Las Hermanas sonrieron. 

-Este es el reino de la Luz, aquí todos son felices, nunca pasará nada malo a sus habitantes.

-Todo eso es falso. La Luz os hace creer esas mentiras. La vida está fuera de aquí. Yo fui una Luminosa como vosotras pero amé a un hombre y me convertí en su esposa. Así conocí la felicidad y también el dolor cuando el murió en una batalla. La vida no tiene nada que ver con vuestra existencia, además el sueño se destruye, nuestro país se desmorona, debemos irnos cuanto antes.

Sin entender bien lo que oían las Hermanas la miraban con una mueca de cansancio, algunas se tumbaron en sus divanes.

Sihmé alzó la espada de su marido y arremetió contra las paredes cristalinas, con dolor y furia controlada destruyó los objetos que integraban la luz, el suelo quedó alfombrado de pequeños cristales de colorines. Ante este gesto reaccionaron las Luminosas, pero sólo las invadió el asombro y el temor de que se había cometido un crimen. Sihmé corrió hasta Sepbé y la zarandeó hasta asustarla. La tomó de la mano y a tirones la sacó fuera del palacio, las demás las siguieron.

-¡Hermana, soy Sihmé, tienes que recordarme! Mira estos jardines, ahora sólo son tierras devastadas, yo corría por aquí jugando. En ese río conocí a mi marido, vosotras tejisteis mi velo llorando, tenéis que recordarlo.

Sepbé se cubrió los ojos, miró entre las lágrimas a Sihmé y ésta pareció venir de lejos, como entre gasa, cada vez más definida, cada vez más conocida. Las dos hermanas se abrazaron, poco después todas se unían.

Sihmé no perdió tiempo, tenía que sacarlas de allí y pronto. Sepbé le dijo que ella no se marcharía, era demasiado tarde, le faltaban fuerzas para enfrentarse a nada. Sin hacer caso, Sihmé la obligó a andar, y durante dos días caminaron casi sin detenerse en dirección al mar. De pronto oyeron la explosión, aquel hubiera sido el siguiente día Luminoso, todas las Hermanas sintieron dentro de ellas como se destruía su templo y eso liberó a las menores, y no se asustaron siquiera con los temblores de la tierra, continuaron su marcha cada vez más deprisa, sólo Sepbé parecía estar completamente perdida. Al llegar al puerto las cinco menores se diseminaron entre la multitud que embarcaba desordenadamente. Sihmé y Sepbé consiguieron subir a uno de los barcos más grandes, y cuando se alejaban ya hacia el este, vieron como se abría una gigantesca falla, la tierra se hundió casi por completo, el barco fue bamboleado por olas terribles pero les acompañó la suerte llegaron hasta un puerto muy lejano y seguro. En su peregrinaje, las dos hermanas llegaron hasta un lugar llamado Cumas y allí se asentaron. No tardaron los habitantes en enterarse de las visiones de Sepbé e iban a consultarla. Comenzaron a llamarla en Cumas, Sepbilá por sus maneras hieráticas casi pétreas, de ahí su nombre derivó a Sibila.


A pesar del cariño y los ruegos de su hermana, Sepbé no conseguía llenar su vacío interior y acabó refugiándose en el templo. Sihmé se casó de nuevo con noble de la ciudad. Sepbé hubiera acabado sus días en el templo de no ser por un joven sacerdote con el que se fugó, aunque se dijo al pueblo que la Sibila se había convertido en una estatua de piedra y su espíritu había ascendido al Olimpo, fue adorada como semidiosa. Sólo Sihmé sonreía con malicia cuando pasaba cerca de la estatua de la Sibila. 







Hace muchos años que escribí este relato para Regla, estudiábamos empresariales y la vida se abría ante nosotras como una maravillosa aurora que prometía todo y más.

Aun hoy podemos tonarnos una cerveza y reír como en aquellos dias. Seguimos vivas.


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