6/29/2012

Hermes




Creo que tengo una obsesión infantil con los caballos y las islas.





            Mi padre nos había desterrado a una isla de sus posesiones, perdida, alejada en muchas leguas de mi casa, conseguía así separarme de su memoria, no recordar nunca más a una hija díscola que lo había avergonzado. Eso me dijo el día que embarcamos.

            Aquí la soledad no parece onerosa. Es una soledad suave, como la arena y el océano, soledad de silencios. Antes de conocer a Hermes, esta vida me habría parecido abominable, una tortura apenas imaginada en una mente enferma porque yo amaba las reuniones, las deslumbrantes fiestas de la Corte, hablar y bailar sin descanso, amaba estar rodeada de gente. En verdad adoraba todo eso pero no conocía esta otra vida. Creo que si hubiera seguido allí tarde o temprano habría huido, hastiada, habría buscado refugio…
            Mi refugio se llama Hermes. Hermes y yo estamos siempre juntos, día a día, y no deseo a la gente a mi alrededor, en realidad ahora, no podría soportar el contacto humano de mi anterior vida. Sólo necesito sentir que se deslizan los días suavemente, como gotas que resbalan por mi piel, una tras otra. Así son los días al lado de mi amor. ¡Cómo deseaba gritarlo en mi casa antes de que se descubriera todo! Es mi amor, mi felicidad.

            Mi padre no intentó nada contra él. Lo hubiera matado con gusto pero tuvo miedo de que me suicidara, un escándalo que no podía permitirse. Recuerdo su cara desencajada, llena  de incomprensión y asco, y sé que él recuerda la mía, la de una mujer segura, fuerte, completamente entregada a este amor. Nos alejó para siempre, quizá alguna de sus fibras se conmovió por nuestra pasión.

            No deseo pensar en mi familia, aquí no existimos más que él y yo. Puedo imaginar en esta isla que somos los únicos habitantes del mundo, esa fantasía la tengo a menudo, un segundo paraíso terrenal, comenzaríamos Hermes y yo una nueva historia, aunque, me temo, y rompo a reír mientras se lo cuento, que sería muy diferente de la anterior.
           
            Hermes me comprende a su manera. También él depende de mí, no soporta estar alejado, me busca, quiere estar siempre a mi lado, oír mi voz. Lo que más le gusta es cuando nos tendemos juntos en la arena al atardecer y le cuento historias. Cuando son divertidas, su piel vibra como si riera. Luego me pasea por la playa hasta que no se ve nada y regresamos a la casa.
            Alguna vez me despierto durante la noche, asustada, creyendo que he vuelto a mi casa, y oigo las idas de las criadas por el cuarto, preparando la ropa. Me sobresalto, pero no, las suaves crines de Hermes están a mi lado, me aferro al cuello negro y lo beso mil veces. Mañana me llevará en su lomo otra vez a la playa, nos bañaremos. Nada ocurre. Nada. Es de nuevo el paraíso.